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El escurridizo fantasma de la identidad El campo psicológico

Actualizado: 30 may 2022

“En una de las puertas de este Continente, con la conciencia de nuestro mestizaje conciliador, con el horizonte de grandes espacios virginales; con la única nobleza que a cada cual señalen sus obras, los venezolanos estamos esperando.”


Mariano Picón-Salas

Esperanza y humanismo americano

Páginas de Venezuela



El escurridizo fantasma de la identidad El campo psicológico por Áxel Capriles
El escurridizo fantasma de la identidad El campo psicológico por Áxel Capriles


Introducción


No hay referencia a la formación del pueblo venezolano que no remita al mestizaje como fulcro de nuestra identidad. Lo que Mariano Picón Salas llamó la “tesis venezolana” es el saldo positivo que resta del largo combate por la igualdad racial y social como base moral y clave de nuestra historia. Somos, fundamentalmente, una sociedad mestiza, una colectividad multiétnica. Esa amalgama, el país “café con leche”, llamó la atención de propios y ajenos desde los inicios republicanos. El cónsul británico en La Guaira y Caracas de 1825 a 1841, Robert Ker Porter, anotó, con curiosidad, en su diario el 15 de enero de 1832: “Hice varias visitas a criollos, la primera de ellas al general Piñango, un individuo casi negro, una especie de indio zambo, que es miembro del Consejo de Estado. Aparte de su color y de que tiene talento de verdad, está casado con una preciosa criatura perfectamente blanca, nativa de Bogotá. Sus niños son variados de color: uno blanco, otro oscuro, y así sucesivamente.”

El tema de una nueva nacionalidad formada a partir de un intenso intercambio sexual y cultural, de la mezcla racial entre blancos, indios y negros, es recurrente. Aislado en la isla de Jamaica, rumiando su derrota e intentando comprender el futuro de las nuevas naciones americanas, El Libertador, Simón Bolívar, escribe su conocida Carta de Jamaica, Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla, fechada el 6 de septiembre de 1815. En ella dice: “Nosotros somos un pequeño genero humano, poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares; nuevos en casi todas las Artes y Ciencias, aunque en cierto modo ya viejos en los usos de la sociedad Civil…. no somos Yndios ni Europeos, sino una especie media entre los lejitimos propietarios del pais y los usurpadores Españoles;.” Lector de Rousseau y Montesquieu, Bolívar consideraba que las legislaciones debían tener en cuenta el carácter de los pueblos. Las constituciones y las leyes no podían ser enunciados abstractos sino el reflejo de la geografía, el clima, las costumbres y la forma de ser de la gente a la cual estaban dirigidas. En el Discurso de Angostura pronunciado el 15 de febrero de 1819, en San Tomé de Angostura, con motivo de la instalación del segundo Congreso Constituyente de la República de Venezuela, Simón Bolívar vuelve al tema que le preocupará hasta su muerte, la adecuación del sistema político a la nueva tipología americana. El discurso resumía las reflexiones y análisis de El Libertador sobre las condiciones del país para que las instituciones que surgieran del proyecto constitucional se adaptaran a nuestra realidad, a nuestra mentalidad, en lugar de copiar modelos de otras sociedades. En este sentido advirtió:

Séame permitido llamar la atención del Congreso sobre una materia que puede ser de una importancia vital. Tengamos presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano del Norte, que más bien es un compuesto de África y de América, que una emanación de la Europa; pues que hasta la España misma deja de ser europea por su sangre africana, por sus instituciones y por su carácter. Es imposible asignar con propiedad a qué familia humana pertenecemos. La mayor parte del indígena se ha aniquilado, el europeo se ha mezclado con el americano y con el africano, y éste se ha mezclado con el indio y con el europeo. Nacidos todos del seno de una misma madre, nuestros padres, diferentes en origen y en sangre, son extranjeros, y todos difieren visiblemente en la epidermis; esta desemejanza trae un reato de la mayor trascendencia.


La idea de una identidad colectiva particular característica del mundo americano va a ser el hilo conductor de una narrativa que une el discurso sobre la venezolanidad desde un personaje icónico del siglo XIX, como Simón Bolívar, hasta un influyente intelectual del siglo XX, como Arturo Uslar Pietri, desde las crónicas que condujeron a la comprensión iniciática de las tierras septentrionales del nuevo continente hasta los discursos de la moderna democracia multicolor.

La explicación del mestizaje es sencilla y causal: de la contribución de tres grupos, los amerindios, los negros africanos y los blancos europeos, surge una nueva raza que sintetiza los aportes biológicos y culturales de cada cual, su estética, su cadencia, su música, su cultura culinaria, sus modos productivos y su espiritualidad. La obra pictórica de artistas como Pedro Centeno Vallenilla va a dar cuenta de esa gran eclosión natural, de la voluptuosidad del mestizaje. Nuestro sincretismo religioso será la mejor muestra del anillo que simboliza la confluencia del plano natural con el cultural en el nivel más alto del psiquismo, la esfera espiritual.


Pero, ¿qué significa el mestizaje en términos de identidad colectiva?, ¿qué nos dice sobre la personalidad modal de los pueblos que forman una nación? Hablar del carácter social como producto de una aleación racial no sólo remite una construcción fundamentalmente social a sus bases biológicas sino que supone la presencia o ausencia de ciertos rasgos de personalidad diferenciales que están presentes o no en unas poblaciones más que en otras. Las doctrinas positivistas y evolucionistas de autores como José Gil Fortoul, Laureano Vallenilla Lanz o Pedro Manuel Arcaya, convirtieron el origen multirracial en explicación determinística. Laureano Vallenilla Lanz vio en la argamasa étnica el origen de una especie autóctona pero la responsabilizó de las tendencias disgregativas y del antagonismo que condicionaron nuestra evolución histórica. Esta concepción tenía implicaciones políticas. De ahí, su doctrina del gendarme necesario. Para el eminente escritor positivista, el desorden y la violencia que caracterizaron el siglo XIX eran la manifestación del gran desequilibrio producido por la heterogeneidad de razas. Al respecto escribe en Cesarismo Democrático: “Regístrese la historia de Venezuela y se verá que desde los tiempos coloniales fue este pueblo uno de los más inteligentes, de los más enérgicos y también, hay que decirlo, de los más revoltosos de la América entera.” Pero, ¿es el venezolano, verdaderamente, más inteligente o más revoltoso? ¿Cómo se llega a ese particular perfil caracterológico? Ninguno de los autores desarrolla y aclara, paso a paso, cómo se construye la complejidad.

Una sociedad multiétnica difícilmente se desarrolla de manera apacible, en un oasis de calma, ajena al conflicto. Después de la caída de la segunda república, la furia contrarrevolucionaria de José Tomás Boves hizo consciente a Simón Bolívar de las divisiones y el odio racial que existían en Venezuela. La acusación y condena de Manuel Piar por incitar a la guerra de razas reflejaba su temor a la pardocracia. La promoción del mestizaje como valor tuvo inicialmente un fin táctico y eminentemente práctico. Opinaba, así, Bolívar en 1928:

En los primeros tiempos de la independencia se buscaban hombres… negros, zambos, mulatos, blancos, todo era bueno, con tal de que peleasen con valor; a nadie se le podía recompensar con dinero, porque no lo había; sólo se podían dar grados para mantener el ardor, premiar las hazañas y estimular el valor: así es que individuos de todas las castas se hayan hoy entre nuestros generales, jefes y oficiales, y la mayor de ellos no tiene otro mérito personal sino es aquel valor brutal y enteramente material que ha sido tan útil a la República, pero que en el día, con la paz, resulta un obstáculo al orden y a la tranquilidad. Pero fue un mal necesario.

Con el tiempo, tras un largo y complicado proceso de elaboración de más de 300 años, la ideología del mestizaje, la imagen de la población parda, del país multicolor, resultó en un sentimiento generalizado de igualdad. El mestizaje se convirtió, de hecho, en la evidencia empírica del igualitarismo y ambos factores, mestizaje e igualitarismo, derivaron en apuntadores y portadores simbólicos de la nacionalidad venezolana. No importa que dicho resultado haya sido el producto de un proceso de categorización y simplificación que borra y anula las diferencias humanas. El mestizaje deshace y desintegra las formas originarias, elimina sus distintos atributos –como si no hubiera complejidad o disimilitud entre los grupos amerindios, europeos y africanos- para recomponer un nuevo tipo integrador, sintético, abstracto.

El argumento de la criollización que empieza a tomar cuerpo a partir del siglo XVIII convierte al mestizo, después de la Guerra Federal, en el tipo ideal de venezolano. Es un modelo humano que se define e interpreta en términos de igualdad y simetría, como fruto y desenlace de una sociedad más flexible, abierta, con vocación democrática y fraterna, que salta el espinoso seto de las rígidas jerarquías, prejuicios, exclusiones y discriminaciones que tanto han constreñido el intercambio humano y la manera de vivir de otras naciones. Desde esta perspectiva, el pardo como un fruto sinóptico, con nuevos ideales y nueva formación de carácter, apunta a una cultura conciliadora, tolerante, a crisol de formas abiertas y dinámicas con estribaciones literarias, artísticas y religiosas.

Si bien, en la segunda mitad del siglo XX, la democracia racial se perfeccionó con la democracia política, con el transcurrir del tiempo, el mestizaje conciliador, igualitario y democrático, enseñó sus costuras y demostró ser más un ideal que un producto cultural sintético perfectamente acabado. Como antípoda de la ilusión de armonía, avenencia y concordia, a finales del siglo XX aparece en el escenario público un discurso que acude al resentimiento como vehículo de movilización política. Pendenciero y concitador, el discurso logra polarizar la sociedad, levanta las costras y descubre traumas y heridas que se suponían olvidadas y superadas. Si el resentimiento se convirtió en la emoción determinante del clima social, el arquetipo del vengador, el vindicador de las humillaciones y las ofensas sufridas, ocupó el proscenio del teatro político venezolano. El 12 de octubre, celebrado tradicionalmente como Día de la raza, se convirtió en Día de la resistencia indígena, el cerro El Ávila, ícono de Caracas, llamado así desde los tiempos de la encomienda de Gabriel de Ávila, compañero de Diego de Losada, el fundador de Caracas, se convirtió en Waraira repano, nombre indígena de la etnia Caribe, y las estatuas de Cristóbal Colón comenzaron a ser derribadas, seguidas de juicios populares del personaje histórico y su condena por etnocidio. Sin aludir excesivamente al problema racial, siempre tabú en la Venezuela moderna, pero matizada abundantemente por elementos simbólicos y escogidos discursos de condena del componente blanco del mestizaje, la retórica bolivariana revivió la leyenda negra. La polarización política y social tomó el primer plano. La revolución de los pardos dividió el país entre un nosotros y un ellos, entre patriotas y traidores, bolivarianos y fascistas, revolucionarios y oligarcas, ricos y pobres, del pueblo y de la derecha, chavistas y escuálidos. El movimiento bolivariano acabó también con la democracia. Ya es difícil saber quienes somos.

Sin un futuro al cual dirigirse ni un pasado al cual volver, Venezuela espera. Como el concepto mismo de identidad psicosocial, que nace de su quiebre o ausencia (la crisis de identidad de la adolescencia), necesitamos reencontrarnos con nosotros mismos como cuerpo social. La identidad colectiva es una elaboración cultural que tiene por función reforzar la cohesión social, consolidar los lazos de confianza y solidaridad entre los miembros de un grupo extendido y unificar esfuerzos en torno a metas comunes. Resulta de un discurso que crea sinonimias entre personas. Se vincula a mitos y leyendas en un espacio geográfico, a pautas valorativas compartidas, a modelos mentales y actitudes, a un conjunto amplio de representaciones y sentimientos que tienen, a su vez, mucho que ver con las formas institucionales y los sistemas jurídicos, los modos de producción, la riqueza y prosperidad de las naciones. Una representación tan amplia e indeterminada no es baladí. Atravesamos momentos de grandes transformaciones sociales, de reajustes en la relación entre la sociedad civil y el Estado, que exigen una reflexión más honda sobre los puntos de convergencia que como grupo y nación pueden darnos sentido de pertenencia y dirección. Es preciso trabajar una nueva manera de imaginar nuestra identidad colectiva.


La fragua del pueblo venezolano


Hacia mediados del siglo XVI se había hecho evidente que las regiones septentrionales del Nuevo Continente no tenían las riquezas ni las densas y complejas civilizaciones de México y Perú. Los pobladores originales de la tierra firme estaban esparcidos en un inmenso territorio y daban pocas muestras de desarrollo material. Ello no significa, sin embargo, que la población indígena de Venezuela no tuviera diversidad étnica y cultural. Los habitantes autóctonos de la región iban desde pueblos nómadas de cazadores y recolectores hasta agricultores sedentarios y estables. A pesar de que todos recibieron el nombre genérico de “indios”, la multitud de etnias que ocupaban el territorio eran distintas en organización social, cultura y comportamiento. Si los caquetíos, de la familia arawac, asentados en el actual Estado Falcón, eran sedentarios, organizados y pacíficos, los caribes, en la costa norte, el oriente o el sudeste del país, eran navegantes nómadas y guerreros. Sobre ello escribe Carlos Siso: “La decadencia de las naciones Araucas, Achaguas, Salivas, Guayanos y otras razas dóciles, hospitalarias, de índole pacífica… se debía a la caza encarnizada que en dichas tribus hacían los Caribes…El rasgo de la psicología caribe más perjudicial al progreso social de la región en donde ejercieron su influencia… fue el individualismo antisocial que los distinguió.” Nos debemos preguntar, entonces, ¿cómo se filtraron pautas de comportamiento tan distintas dentro de la supuesta unidad del mestizaje?

Si entendemos el carácter social como efecto causal de la herencia étnica, es factible que, dependiendo del aspecto o rasgo del comportamiento venezolano que queramos destacar, recurramos sesgadamente a la memoria de un grupo indígena y no a otro. Si deseamos dar cuenta del espíritu revoltoso y altanero del venezolano, del individualismo anárquico o del arquetipo del alzao, lo más seguro es que escojamos hablar de la herencia caribe, de los pequeños grupos dedicados a la guerra, la conquista y la piratería, la miríada de tribus sin organización ni jefe estable que sólo se estructuraban jerárquicamente cuando lo exigían las circunstancias para la conquista momentánea del botín y el reparto de los esclavos. Si deseamos resaltar el espíritu de colaboración y hospitalidad del venezolano, probablemente acudiremos a la herencia timoto-cuica o arawac. Con ello quiero señalar que si bien la complejidad se construye con sus piezas y elementos, y a pesar de que somos receptores de un pasado racial y cultural que nos constituye, es un error explicar el presente y plantear el problema de la identidad como encadenamiento causal unívoco en lugar de hacerlo, teleológicamente, en términos de objetivos y metas presentes y futuras.

Suponemos que con el transcurso de los años el intercambio y la mezcla de razas y culturas se fusionan hasta producir un tipo psicológico más o menos homogéneo que constituye una especie de personalidad modal, un carácter social con una serie de rasgos bastante frecuentes entre los pobladores de una nación. Es una suerte de equilibrio con el que la colectividad encuentra puntos de confluencia, pautas comunes de integración por encima de las diferencias individuales. La sociedad se conforma a partir de sus elementos y partes, a la vez que el conjunto indescifrable impone un sello colectivo que sirve como molde de acción. Pero la identidad psicosocial, el conjunto de representaciones con tono afectivo con el cual un pueblo se identifica a sí mismo, los vasos comunicantes entre congéneres y vecinos, es una construcción social en movimiento, dinámica, cambiante, un resultado complejo que resulta de la adaptación del ser humano a su geografía, su medio ambiente, su medio y sus circunstancias. Todos somos herederos del pasado, reflejamos rasgos de personas que nunca conocimos y en muchos aspectos tenemos más de nuestros abuelos y bisabuelos, de nuestros ancestros, que de nosotros mismos. Somos la desembocadura de un río repleto de experiencias, alegrías y traumas, pero el hecho de que esas experiencias permanezcan en el tiempo como factores influyentes, que se repitan como patrones recurrentes y repetitivos depende de la respuesta que cada generación y cada individuo le da al pasado en las condiciones nuevas que le toca a cada quien vivir. Podríamos, entonces, imaginar la identidad como un espacio narrativo que conecta las causas con los efectos, como un hilo conductor y guía que debería dar salida al pasado en el porvenir.

Los españoles llegaron a la tierra firme, primero, como cazadores y tratantes de esclavos, luego, como exploradores y buscadores de reinos dorados y finalmente como colonizadores. Mientras que para la segunda mitad del siglo XVI las principales rutas de penetración del continente americano estaban ya bastante definidas, las tierras venezolanas se mantenían incógnitas por los obstáculos geográficos, las escarpadas montañas de la cordillera de la costa, y la hostilidad de su gente. Los primeros contactos con los españoles que buscaban mano de obra esclava para reemplazar la menguantes poblaciones indígenas de las islas habían dejado un clima de animosidad entre los indios de la costa. La colonización ocurrió tarde y lenta, consistente en tan solo unos pocos pueblos aislados establecidos en la costa y en los grandes valles.

Si el pasado deja huellas que necesitan trabajo psíquico y reelaboración, tal vez la forma en que se llevó a cabo la conquista española de América haya marcado un patrón que nos diferencia significativamente de la América del norte. Los aventureros hispanos que cruzaron la mar océano no lo hicieron para asentarse apaciblemente con su familia, tener una pequeña finca y arar el campo. Lo hicieron para encontrar oro y riquezas, para obtener un caudal ya existente, que no requería ser producido. A diferencia de la mentalidad puritana de los pioneros del norte, el legado español fue una psicología heroica. Y es raro ver un héroe ordeñando una vaca. La abundancia era un regalo de la naturaleza que esperaba al temerario y osado. Los conquistadores, por demás, puesto que ansiaban llegar al próximo reino dorado, a la próxima frontera, preferían relaciones efímeras que no le impusieran obligaciones formales y permanentes que lo ataran a un solo lugar. Mientras que el vínculo matrimonial imponía restricciones, las relaciones informales con hembras de otras razas daba al conquistador la libertad necesaria para su proyecto vital. Sería en extremo reduccionista vincular la estructura familiar matricentrada de la Venezuela popular actual con un comportamiento exploratorio de hace 500 años, pero la ausencia masculina en el núcleo familiar sigue siendo un patrón de comportamiento sin solución de continuidad. La informalidad, por su parte, no es sólo una actitud, es una manera de ser y estar en el mundo.

El otro guión de la conquista que es menester mencionar aparece en la función imaginativa. Me refiero a las representaciones de abundancia y al mito de El Dorado. Los primeros pobladores de tierra firme, tanto en el oriente como en el occidente, formaron parte de las numerosas expediciones en búsqueda de las inmensas riquezas de la provincia del Meta, el reino de El Dorado o la grandiosa ciudad de Manoa. La fantasía fue traspasada de generación en generación como espectro alucinatorio. El mito de El Dorado es un gran cuadro iniciático del siglo XVI, que se fusiona con la realidad en la riqueza petrolera del siglo XX. Como señalo en el libro Las fantasía de Juan Bimba:

El tema de la abundancia enfrentada a la escasez aparece así como la verdadera imagen primordial en el nacimiento y formación de las sociedades latinoamericanas del Nuevo Continente: el impacto del exceso natural de unas tierras infinitas sobre la geografía psíquica el español en franco contraste con el escasez e insignificancia del elemento humano… Esa paradoja, transmutada en realidad sustancial del Nuevo Mundo, es el eje de un argumento histórico cuya reaparición tiende un fino hilo que permite vincular temas tan distantes como el mito de El Dorado con los patrones de consumo e inversión del venezolano contemporáneo, o las nociones de propiedad y riqueza con el problema de la pobreza. Gran parte de la agitación política y social en Venezuela durante los últimos treinta años tiene que ver con el desajuste producido por la introducción forzada de principios de escasez en mentalidades de abundancia.


La encomienda fue la institución que consolidó el dominio blanco sobre el indio. Era un derecho real concedido a los conquistadores para cobrar y recibir los tributos de los indígenas que se encomendaban a su cuidado espiritual y temporal. Si bien los tributos indígenas podían ser pagados en especie y recogidos por el cacique de la comunidad, la encomienda terminó convertida en un sistema de dominación de mano de obra forzada en beneficio de los encomenderos. A pesar del carácter esclavista y servil de los repartimientos, su existencia en predios aislados y despoblados llevo a la convivencia íntima del amo español con el siervo y a un intercambio sexual con las mujeres indias de donde surgieron las primeras familias de nuestra tierra. Luego se incorporó el elemento étnico negro, esclavos procedentes, principalmente, de África occidental traídos para trabajar en los asentamientos agrícolas y en el servicio doméstico.


La convivencia y los vínculos sanguíneos produjeron relaciones relativamente cordiales y sentimientos de cercanía y solidaridad. Pero una comunidad multiétnica en la que los negros eran considerados bienes muebles y funcionaban como signos de distinción social y dónde todos los individuos -blancos, negros, indios, mestizos, mulatos, zambos, tercerones, cuarterones, quinterones, tente en el aire o salto atrás- se identificaban a sí mismos y ubicaban a los demás en función del color de la piel y de su pertenencia a subgrupos étnicos, convertidos casi literalmente en castas, no puede evadir la tensión y el conflicto. Imaginemos la historia privada, íntima, de la colonia. Pensemos en los días y noches interminables en un lejano fundo, en el trato cercano entre el dueño y los trabajadores del solar campesino, en la cordial convivencia interrumpida a saltos por la autoritaria distancia, por códigos y aspiraciones de linaje y honor. El psiquiatra Francisco Herrera Luque, prolijo autor de una historia fabulada, narra, en Los amos del valle, la historia de El Cautivo, uno de los primeros conquistadores que llegó al valle de Caracas, quien tuvo hijos con varias indias con las que fornicaba indistintamente, llevado por el instinto y la pulsión erótica circunstancial. Mientras sus hijos Diego y Gonzalo eran visiblemente mestizos, reflejo de los rasgos de sus madres, Soledad, hija de la india Acarantair, heredó solamente la genética europea. La historia detalla la predilección del Cautivo por Soledad, de ojos azules, “blanca de cabeza a pies”. Una tarde encontró a Diego y a Gonzalo jugando con Soledad. Esta fue su reacción:


-¡Quítenme a esos mocosos del lado de mi hija!

Acarantair protestó.

-¡Y tú a callar, so bellaca! –le gritó el Cautivo- Soledad no es india, por más que la hayas parido. Soledad es doncella muy principal y sólo entre sus iguales ha de crecer, jugar y encontrar marido. Nada tiene que ver con esos mestizos asquerosos que en mala hora Don Alonso me metió en la cabeza que eran hijos míos. ¡So pena de vida que no me pasen del segundo patio! Mi hija no habrá de jugar con criados ni esclavos. ¿Entendiste de una vez, india lanuda?


Esta ficción histórica plausible da cuenta de las complejidades psíquicas y culturales que más allá de la temporalidad histórica afectan las vicisitudes pulsionales, como son el instinto maternal y el paternal y las relaciones de apego. Muestra el rechazo de la propia descendencia “por estar a mitad de camino, entre el pueblo de sus madres y el nuestro”, pero también descubre las culpas y conflictos derivados de las perturbaciones en la función de apego, de la falta de amor por los seres con quien se está inevitablemente unido por vínculos de sangre y que reconoce hasta en sus gestos. “No pudimos amarlos porque traían en sus rostros al indio que torturamos. ¡Qué cara nos ha salido la lujuria¡” La convivencia permitió relaciones cercanas y cordiales, sí, pero también movilizó profundos resentimientos, culpas y envidias, que estructurados como complejos culturales han tendido a reaparecer una y otra vez a lo largo de nuestra historia.

Debemos, no obstante, refutar la teoría del trauma como explicación histórica, un esquema coagulado en propuestas más elaboradas como la teoría de la dependencia. En la vida individual, vemos personas que han tenido experiencia traumáticas y sin embargo han recompuesto su vida y tienen existencias sanas y exitosas. Vemos otras personas que repetidamente acuden al trauma para explicar sus fracasos o que después de largos períodos de relativo bienestar entran en crisis y es en ese momento en que aparece la imaginería traumática. La psicología junguiana nos ayuda a comprender este fenómeno. Cuando por alguna razón circunstancial la libido o energía psíquica no encuentra formas progresivas para fluir hacia metas y objetivos, un movimiento regresivo la lleva a reconectar y engrandecer imágenes latentes del inconsciente. Es decir, el trauma no es la experiencia pasada sino la manera en que hacemos uso de ella. Lo importante es cómo reorientamos la libido hacia el porvenir de manera que no horade los surcos, arañazos y ultrajes de la memoria colectiva. En Venezuela, un disimulado racismo cordial y el culto desmedido del igualitarismo bloquearon la posibilidad de analizar y tratar las heridas tapadas superficialmente por el cheverismo y la gozadera.


La gesta independentista y la identidad nacional


Es imposible hablar de un concepto de identidad nacional hasta bien entrado el siglo XIX. En las postrimerías del siglo XVIII y hasta la guerra de independencia lo único que existía era sentimiento de pertenencia regional y si quisiésemos hablar de una nacionalidad general, esta era más española que venezolana. Fue tan sólo en 1777, con la creación de la Capitanía General de Venezuela, que las seis provincias de Venezuela se integraron bajo una sola unidad política y administrativa con un centro: Caracas. Fue en los recorridos de las tropas durante las guerras de independencia que la diversidad de las diferentes regiones distantes y aisladas se comenzaron a conocer como parte de un todo mayor. En el vaivén de las montoneras y soldadescas, los negros de las haciendas de cacao de la húmeda región de Barlovento, que no soportaban las alturas ni las temperaturas frías, hombres bulliciosos, emotivos, de explosiva alegría, ardientes, de alborotada sensualidad, tuvieron la oportunidad de conocer a los taciturnos descendientes de los Cuicas, los Capachos o los Bailadores, que habitaban en las alturas de la cordillera andina, población trabajadora y disciplinada, respetuosa, acostumbrada a las complicadas formas del disimulo para disfrazar sentimientos con una impasible mirada. Se dieron a conocer tipologías humanas particulares que tomarían papel destacado en la configuración de la fisonomía e idiosincrasia nacional. En las llanura interiores del continente inundadas de caballos, en las planicies disueltas en la distancia, resquebrajada por sequías categóricas e inviernos torrenciales, se habían unido indios trashumantes, negros huidos de las haciendas y blancos comerciantes o renegados que dieron paso a una singular mezcla de tradiciones indígenas, españolas y africanas: la cultura de los llaneros. Hombres indómitos y levantiscos forjados en el desamparo y la incomunicación impuestos por el medio físico salvaje. Tierra de confluencia entre gramíneas y morichales que llegaban hasta las estribaciones de la cordillera de los Andes.

Las guerras de independencia impulsaron la toma de consciencia de algo que podría ser llamado identidad nacional. El decreto de guerra a muerte dictado por Simón Bolívar el 15 de junio de 1813 obligó a una definición de bandos que afectaba los sentimientos de pertenencia y la manera de mirarse a si mismo. Fue, sin embargo, una identidad por exclusión de partes, por la obligación de desprenderse de otra identidad. Si bien el proceso de independencia permitió la creación del Estado-nación y las representaciones mentales asociadas a él, también inhibió la formación de una conciencia colectiva enfocada en acciones institucionales que llevasen a metas y pautas de participación. Se reforzó una consciencia heroica y el manteniento del orden social nació, no de la civilidad, sino de la autoridad personal de los caudillos. La prolongada y devastadora guerra moldeó actitudes dominantes. El inmediatismo se apoderó de la psicología colectiva. Como señala John Lombardi:

Educados de un modo bastante brusco y en muchos casos brutal en una mentalidad de corto plazo ansiosa de lucrar rápidamente, por los decenios de guerra entre 1810 y 1830, los venezolanos eran poco dados a adpotar una actitud paciente y civil ante los asuntos de estado y la política. Además, las características de la recuperación económica y agrícola de Venezuela tras la independencia,…, acuentuaron el síndrome de la obtención de beneficios rápidos, convirtiéndolo en uno de los rasgos más marcados de la vida pública y privada de Venezuela.


La gesta independentista dio paso a casi un siglo de alzamientos, revueltas, revoluciones y guerras, a una sociedad debilitada por el personalismo político, la flaqueza e inestabilidad de las instituciones. Entre la constitución de la república en 1830 y el ascenso de los andinos al poder a comienzos del siglo XX hubo no menos de 15 revoluciones importantes sin contar rebeliones, insurgencias, montoneras e incontables alzamientos menores. Fueron tiempos de caudillos cabalgando al mando de ejércitos personales. Época de divisiones, confusión, desorden, violencia, guerra. Tiempos que propiciaron el complejo funcional de Tío Tigre y Tío Conejo, un modo de adaptación y relación por el cual el individuo débil, indefenso, la ciudadanía desprotegida, carente de instituciones que pudieran garantizar el respeto a los derechos humanos elementales, se defendía y actuaba frente al poder y la fuerza bruta mediante el engaño, la viveza y la astucia, un modo de adaptación que privilegió la picardía como sistema de valores y órgano de conformación del pueblo. La picardía va de mano del individualismo anárquico, es una pauta de comportamiento enfocada sólo en la propia supervivencia y lo único que busca es caer parado, por encima de sus congéneres.

Entre la guerra de independencia y la guerra federal, la libertad y la igualdad se consolidaron como los dos valores más preciados de la sociedad venezolana. De manera espontánea, o promovido desde el Estado, la gesta independentista, sus héroes y batallas, se convirtieron en la representación central, en la mitología de la identidad nacional. Hoy por hoy, el culto de Simón Bolívar continúa siendo el único mito de origen capaz de darnos sentido de continuidad histórica e identidad colectiva. El pasado heroico decora el imaginario que soporta y regula la autoestima de los venezolanos. Así como en el inconsciente perdura la noción de culpa heredada, también existe el valor y los logros heredados, una especie de alcurnia vicarial. Estas circunstancias dieron a luz a un concepto de identidad inmanente, algo que nos viene dado por el simple hecho de ser descendientes de El Libertador y de los héroes de la independencia. En lugar de concebir la identidad como un conjunto de propósitos, actividades y esfuerzos en función de determinadas necesidades y circunstancias, tendemos a pensarla y sentirla como algo hecho. La identidad se convirtió en una esencia que no se funda en el quehacer sino en el ser: el orgullo de ser venezolano. De allí no hay sino un paso a la creencia de que los derechos no necesitan corresponderse con iguales deberes.


De la paz a la democracia

No es exagerado afirmar que entre 1920, seis años después del inicio de la producción petrolera venezolana con la puesta en marcha de pozo Zumaque 1 en el campo Mene Grande, y 1977, un año después de la nacionalización de la industria petrolera y comienzo del deterioro de la economía nacional, Venezuela experimentó mayores transformaciones y creció más que en los 422 años anteriores desde que Cristóbal Colón tocó tierra firme en la Península de Paria en 1498. La sociedad venezolana del siglo XX no sólo conoció y disfrutó la paz como casi ningún país en el mundo logró hacerlo en la misma época, sino que en apenas 57 años dio un salto gigantesco hacia la modernidad y se convirtió en modelo de avance en educación, salubridad pública, infraestructura e incremento sostenido del bienestar social. El petróleo no sólo permitió la recuperación del camino desandado durante todo el siglo XIX y nos colocó en posición de avanzada en el siglo XX sino que la abundancia petrolera ayudó a alimentar un clima de optimismo, hospitalidad y convivencia que desembocó en la creación de una de las primeras y más fructíferas democracias de América Latina en momentos en que gran parte del continente sufría el acoso de dictaduras militares. El ideal igualitario condujo al desarrollo de una sociedad tolerante, libre de la rigidez de las jerarquías y el abolengo vació. La alternabilidad en el mando y el reparto de beneficios de la renta petrolera permitió el reino temporal de un clima de armonía. Antes de los movimientos regresivos de finales siglo XX, la sociedad venezolana hizo un esfuerzo sin precedentes de modernización. Masificó la educación, democratizó y regularizó los partidos políticos, aprobó la elección popular directa de alcaldes y gobernadores, apuntaló la sociedad civil, recuperó las libertades económicas e intentó cambiar el modelo estatista de sustitución de exportaciones por una economía competitiva orientada a la exportación.

No todo fue una cama de flores. Si bien el proceso de inclusión social de 1936 a 1977 había sido sumamente exitoso, el pacto de Punto Fijo, un sistema de participación de élites con inclusión regulada, derivó en sociedad de cómplices que dejó por fuera a gran parte de la población. La ineficiencia, el despilfarro, la corrupción, la desigualdad y la pobreza, llevaron al colapso del sistema de repartición populista y al estrechamiento de las expectativas de progreso y ascenso social.

El petróleo había permitido comprar modernidad pero lo hizo a costa de la toma de consciencia de las virtudes civiles y los valores humanos que deben prevalecer en los procesos de desarrollo acelerados. Dado que la afluencia petrolera fue inesperada y tomó a los venezolanos por sorpresa, en vista de que la riqueza producida por el oro negro no había que ganarla sino que fluía desde el Estado como maná procedente de la mano de Dios, la sociedad, sin tradiciones ni principios arraigados, surgida de la falencia institucional del siglo XIX, no tuvo capacidad ni visión de largo plazo para aprovechar las ventajas de las que había disfrutado durante más de medio siglo. Con una psicología minera de nuevo rico y un impulso consumista insaciable, Venezuela importó absolutamente todo. Automóviles, autopistas, plantas industriales, Whisky escocés y centros comerciales llegaron al país junto a los hábitos de consumo norteamericanos, los modelos económicos y las modas intelectuales. Por ello llegamos a importar hospitales empaquetados con máquinas para limpiar la nieve. El sistema clientelar de apropiación y reparto de la renta petrolera había creado una población dependiente. Vista desde el exterior, brillaba de modernidad y el bienestar material despuntaba sobre el resto de la subregión. Vista desde el interior, una inmensa superestructura de plástico se levantaba sobre la ausencia de tradiciones y la debilidad de las instituciones, sobre el vacío.

La noción que los venezolanos tenemos de la identidad nacional consiste en un sentimiento de continuidad y pertenencia basado en un conjunto de enlaces históricos, geográficos, biológicos y culturales, y no en la conciencia de que, independientemente de la procedencia, formamos parte de un grupo, de una comunidad que tiene obligaciones y problemas que deben ser resueltos y trabajados todos los días para tener país. La sociedad rentista y clientelar, las políticas populistas que tanto daño le ha causado a la nación, surgen, precisamente, de esa ficción de identidad, del sentimiento enraizado de que sólo por ser nosotros, sólo por ser venezolanos, todos tenemos derechos adquiridos. Asistimos al reparto de la torta y exigimos nuestra cuota en la fortuna nacional por el mero hecho de ser venezolanos. En una psicología colectiva dominada por la imagen de la abundancia material y el mito de los reinos dorados, los derechos ciudadanos no tienen relación simétrica con los deberes ni existen límites marcados por la escasez. La naturaleza es un bien público, lo que es público –del Estado- es de todos y lo que es de todos es mío.


La construcción de la prosperidad

Los inicios del siglo XXI son testigo de un honda y dañina regresión, de un salto atrás que nos lleva a repetir guiones del pasado, muchos de los cuales creíamos superados: caudillismo, militarismo, estatismo, centralismo, corrupción, miseria. Un consenso de opinión atribuye dichos males a la revolución bolivariana. Pero si tratamos de ser objetivos y justos, debemos reconocer que dichos rasgos no son exclusivos de la actual conducción política, excepto por haberlos perpetuado y acentuado a su máxima expresión. Los vicios mencionados son, más bien, patrones sociales que se repiten una y otra vez en el tiempo y espacio venezolanos como demonios de fondo suspendidos en un limbo inconsciente, trazos dominantes de una representación colectiva que enmarca toda nuestra historia republicana.

A lo largo de los últimos 15 años hemos presentado, leído y analizado, decenas de proyectos de país y propuestas para construir una Venezuela mejor. Todas mencionan un conjunto de tareas y metas para sacar a Venezuela de la postración institucional y del foso de destructividad en que se encuentra. Las distintas propuestas incluyen proyectos para profundizar la democracia, la representatividad y la participación ciudadana, recomendaciones para la reconstrucción del sistema judicial, políticas económicas orientadas a la productividad, el crecimiento, la reducción de la pobreza y el logro de mayor equidad, frases, oraciones y proyectos, que todos los lectores de estos nueve pilares fundamentales para reconstruir una mejor Venezuela hemos escuchado repetir y prometer, también, una y otra vez, desde que tenemos uso de razón. No podemos asumir una constante intención de engaño o una retórica vacía en todas las proposiciones de las elites intelectuales y políticas del país. De alguna manera, las fantasías de cambio, los proyectos de modernización y desarrollo, han sido frenados u obstaculizados por un conjunto de factores que coliden con los modelos propuestos.

No es este el espacio para debatir sobre las distintas teorías que intentan explicar el subdesarrollo o el crecimiento y riqueza de las naciones, la imensa disparidad en ingreso y niveles de vida entre sociedades y países. Dichas teorías van desde las más antiguas conjeturas sobre la importancia de la geografía y la raza, pasan por los modelos marxistas sobre el colonialismo, el imperialismo y las más sesgadas teorías de la dependencia, hasta llegar a enfoques que enfatizan el sistema económico, el modelo político, la trayectoria histórica y el régimen de libertades, la cultura, el capital social, las instituciones, o la implementación de políticas. Como indica Michael Reid, “las líneas divisoria entre cultura e instituciones o entre intituciones y políticas son borrosas. La cultura se refiere al conjunto de costumbres, valores y creencias prevaleciente en una sociedad. Las instituciones pueden expresar esos hábitos, valores y crencias. Pero otra manera de pensar en las instituciones es verlas como el resultado de las políticas elegidas.” Es decir, la instituciones podrían intepretarse como el decantamiento o el resultado acumulativo de la puesta en práctica de determinadas políticas en el pasado.

Entre las instituciones y las estructuras básicas del carácter social media la cultura. Es por ello que educación y cultura son dos ejes fundamentales de todas las propuestas de cualquier proyecto de país. Pero hay, sin embargo, una prelación existencial negada insistentemente por quienes focalizan su interés en las instituciones y las políticas. Esta prelación es, inevitablemente, el ser humano que filtra toda experiencia. Educación y cultura es un jano bifronte de realidades mucho más primarias y substanciales, expresiones de las formas de ser, ver y entender de los pueblos. Las actitudes, disposiciones y valores culturales, la mentalidad colectiva, es el soporte de las instituciones que a su vez refuerzan o debilitan las orientaciones y comportamientos. Como círculo vicioso, como uroborus o culebra que se muerde su misma cola, es imponsible facilitar la transformación de un aspecto sin actuar sobre el otro a la vez. ¿Cómo confiar en el sistema judicial en una cultura dominada por el arquetipo del pícaro? ¿Cómo abrazar un paradigma económico fundamentado en el principio de la escasez y los mecanismos de mercado con una psicología de abundancia? ¿Cómo auspiciar la propiedad privada dentro de esquemas mentales con límites difusos entre lo público y lo privado, con visiones que no diferencian la propiedad, de la posesión, la ocupación, el usufructo o el disfrute de los bienes? No importa el área institucional involucrada, inconsistencias similares surgen en casi todas las vertientes del vivir nacional.

Cualquier intento de tranformación del país que vivimos, gozamos y sufrimos, debe incluir programas concretos que activen un proceso de enseñanza-aprendizaje capaz de formar ciudadanos responsables con espíritu solidario y afán de excelencia, planes que vayan desde la descentralización educativa y la reforma gerencial hasta la transformación del modelo de formación profesional de los educadores. Los valores generados por la educación formal necesitan, por su parte, ser acoplados con los valores y signos de prestigio de la comunidad. En nuestra tierra, la disonancia entre la educación y los códigos de honor y prestigio dista mucho de ser un problema particular de los pobres y excluidos. En Venezuela, el poder, el éxito y la riqueza no sirven para adquirir educación y cultura, sino, paradójicamente, para liberarnos de ella. Encontramos individuos marginados y pobres que llevan una vida más culta, más ceñida a las formas básicas y elementales que contienen el alma, alejados de los excesos del poder, esa expresión máxima de incultura. La educación cívica debe comenzar por las elites.

La salida de la crisis permantene en que vivimos es sólo viable mediante una reformulación de nuestra psicología colectiva, de nuestra personalidad modal, a través de la intervención educativa y cultural. Por más peligrosa y titánica que pueda resultar cualquier intervención social, por más pretenciosa que sea la creencia en una consciencia y una voluntad capaces de alterar el hecho social, no nos queda otra salida que intentar mejorar nuestra manera de vivir a través del acto y el artificio cultural.

Esta necesidad nos lleva a un terreno movedizo y delicado, a la trama peligrosa del paternalismo y la ingeniería social. Desde un punto de vista liberal, es éticamente inadmisible que alguien se atribuya la clarividencia y el poder de influir en otros para implantar conductas que considera convenientes para el desarrollo social. Para el ideario liberal, es inaceptable que unos pocos individuos definan objetivos de orden normativo-valorativo para otros individuos. ¿Quién se abroga la sabiduría de conocer cuál es el mejor camino hacia la felicidad y el bienestar de las poblaciones? En ello consiste la crítica al positivismo de finales del siglo XIX y principios del XX, al intervencionismo estatal o a las pretensiones de los demiurgos revolucionarios, la falacia del hombre nuevo. Desde otro punto de vista, sin embargo, sabemos que los seres humanos incurrimos recurrentemente en errores de juicio producto de sesgos cognitivos, reglas heurísticas y disposiciones estructurales de la mente. Nuestras costumbres favorecen el statu quo y fallamos repetidamente en escoger las mejores opciones para nosotros mismos. Por ello, de la abundancia de estudios sobre el desarrollo de las naciones, de la teoría prospectiva y de la moderna economía conductual, surge lo que Thaler y Sunstein llaman el paternalismo suave o benevolente, formas de estructurar el contexto, de enmarcar la conducta, maneras de diseñar la arquitectura de las decisiones para empujar a las personas hacia condiciones que mejoren su propio bienestar.

Una identidad positiva en términos de acuerdos y consensos para alcanzar metas de bienestar común no es factible sin cambios substanciales en la cultura subjetiva. Por ello, toda iniciativa para la construcción de un mejor país requerirá implementar un complejo proyecto de desrrollo humano sustentable, un planteamiento que incluya programas de publicidad y educación ciudadana pactados con los diferentes medios de comunicación social, trabajos de modelaje a partir de la formación de líderes y personas importantes, proyectos corporativos para la incorporación de temas culturales en los productos de consumo, la recuperación de rituales y tradiciones, y la transversalización de todos estos esfuerzos en las demás áreas, económica, política o de salud pública. Las imágenes son un puente de sentido para atravesar el pantano en que nos encontramos. Se trata, entonces, de un esfuerzo holístico e integrado que incluya, también, elementos simbólicos capaces llegar hasta las zonas más oscuras y desconocidas del psiquismo.

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