Un cierto clima de opinión condena últimamente al pensamiento positivo y a la gruesa literatura de autoayuda sobre felicidad. Yo lo hice, también, con cierta sorna, en el pasado, imbuido de la supuesta superioridad de la filosofía pesimista que yacía en el trasfondo de la psicología del inconsciente y las complejidades del Psicoanálisis. Nos reíamos del beatífico simplismo del mayor éxito editorial de mis tiempos de estudiante: Yo estoy bien, tú estás bien, de Thomas Harris. Hoy la crítica tiene más bien un tono político. Acusan a la psicología positiva de ser un método de conformidad que al hacer responsable al individuo de su propia felicidad y de las actitudes que toma ante la vida, acepta los problemas de fondo, las injusticias y las causas sistemáticas de la desigualdad y los malestares sociales. Es pues una forma de aplacar la indignación contra el poder establecido. Una crítica similar tocaría hacérsela, entonces, al grueso de la filosofía estoica que buscaba la eudaimonía o felicidad aceptando la realidad del mundo, enseñando que la perturbación no surgía de la condición de las cosas sino de las opiniones que nos hacemos de las cosas.
Hoy, viendo la fuerza del oleaje de los acontecimientos negativos desde la escollera, a pesar de toda mi formación en psicología de los complejos, celebro la levedad de la filosofía positiva, la simpleza de creer que con una buena actitud se produce la transformación y el oro alquímico. Nada más refrescante que toparnos en la mañana con una persona convencida de su propia alegría, decidida a mantener el buen humor y a poner buena cara ante todo lo perjudicial que le suceda, sin importarle las circunstancias. Estamos agotados por las nubes negras y los quejitas. Ya en el siglo XVII Baruch Espinosa nos advertía que las virtudes sin alegría son ineficaces y que solo aquello que se emprende con entusiasmo y júbilo logra el éxito. Es tan breve el tiempo que pasamos sobre el escenario de la vida, que mientras más momentos de alegría sepamos constelizar a nuestro alrededor y podamos compartir con otros, más agradecidos estaremos. El drama siempre existirá, lo que puede cambiar es nuestra manera de mirarlo.
Hoy en día sabemos que la alegría es temperamental. No es una elección individual sino que viene altamente determinada por la constitución y la genética. Algunos tienen la dicha natural de ser optimistas, otros no; a algunos les brota la alegría de manera espontánea por los poros, hay otros cuya pesadez es inevitable. Y precisamente por eso, si no tenemos la suerte de caer en ese pool genético que promueve la animación, por lo menos tenemos la opción de aprender a tener la actitud correcta. La suerte de encontrar personas alegres, aunque sea un júbilo inducido por la convicción de cambio de postura, es motivo de celebración. Para Espinosa, la felicidad no es el resultado o la consecuencia sino la causa de la virtud. El esfuerzo ético consiste en convertir las pasiones tristes, que paralizan, en pasiones alegres.
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