“…me abrí camino hacia la tumba del hombre que se convirtió en Dios”
El cristianismo maneja símbolos poderosos, potentes. Se conecta con nuestras emociones. Hace poco más de un mes visité Jerusalén. Estuve en la explanada de las mezquitas y divisé la Cúpula de la Roca construida sobre el Monte Moriá, desde donde Mahoma subió a los cielos acompañado del arcángel Gabriel, Abraham se dispuso a sacrificar a su hijo Isaac, y el rey Salomón construyó el Primer Templo de Jerusalén.
Apoyé mi frente en el Muro de las Lamentaciones y descendí a los túneles que arrojan luz sobre los misterios del judaísmo a los pies del Segundo Templo construido por Herodes el Grande. No sé si es por efecto de mi propia cultura, pero, más allá del judaísmo y del islamismo, fue la Iglesia del Santo Sepulcro o de la Resurrección lo que más me conmovió.
Fascinado por la multitud de rituales que ocurría al mismo tiempo dentro del templo de la Anástasis, santuario que reúne los lugares más sagrados donde Jesucristo fue crucificado y enterrado y donde resucitó, entre sacerdotes coptos balanceando el turíbulo o brasero con aromático incienso, entre monjes ortodoxos o armenios, me abrí caminó hacia la tumba del hombre que se convirtió en Dios. Agaché la cabeza y entré. Ya dentro del sepulcro, a pesar de ser un ateo agnóstico, sentí que una sorpresiva emoción se me arrinconaba en el pecho y mis ojos se llenaron de lágrimas. Al salir de la sepultura, una prima que me acompañaba estalló en un llanto largo y desconsolado.
Y es que los símbolos fundamentales del cristianismo, la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo nos hablan y conmueven en nuestra más básica humanidad. La pasión, eso que tanto necesitamos para llevar una vida plena de emociones y significados, está arquetipalmente ligada a la muerte (así aparece en la mitología y la literatura). Pero no se trata, ni debemos verla, como una muerte literal y concreta.
No es el fin de la vida física. Es el término de una orientación anímica, de un ordenamiento mental. Es el fin de las actitudes desgastadas y el paso a otro nivel de existencia, a otro estilo de consciencia. La resurrección es la posibilidad de renacer, de aprender de nuestros fracasos, de reconstruirnos desde nuestras propias cenizas. Todos necesitamos esa esperanza, esa alternativa. Saber que podemos cambiar y rehacer nuestra vida, una existencia distinta que le dé cabida al sentido.
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