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Mitología de la muerte y doctrina del alma

Actualizado: 30 may 2022

Nada describe mejor nuestra torpe relación con la muerte que el undécimo trabajo de Hércules: el descenso del héroe a los infiernos, a la Casa de Hades, para capturar al can Cerbero. A pesar de haber sido iniciado en los misterios del Eleusis y de haber atravesado todas las ceremonias de purificación para no contaminar ni violar el reino sagrado, Hércules fuerza su entrada al dominio de los muertos, no como un sensible iniciado, sino como un brutal guerrero con la espada en la mano. Cerbero no es un perro que se intimide fácilmente. Es un animal de múltiples cabezas y cola de serpiente que guarda con celo las puertas de las moradas de las sombras. Sin embargo, apenas ven a Hércules, Cerbero y las almas de los difuntos huyen despavoridos. Y con razón. El héroe no es nada sutil. Para entrar al Hades es preciso atravesar, primero, las aguas pantanosas del negro Estigio y los torbellinos del Aqueronte, ríos infernales que separan el Orco del reino de los vivos. Caronte es el barquero que, tras el pago de un óbolo, conduce a las almas que han recibido las honras fúnebres al otro lado del río, pero rechaza a los muertos insepultos o a los vivos que intentan cruzar indebidamente los límites del más allá. Mientras Orfeo encanta a Caronte con su lira y Eneas lo convence mostrándole una rama de oro consagrada a Proserpina, majestad del Tártaro, Hércules le cae a golpes al débil y andrajoso anciano de barbas blancas y casi hace naufragar la frágil barca con su peso. Nadie tan inadaptado al mundo de las sombras, tan agresivo, ignominioso y rudo, como Hércules. El héroe le rompe las costillas a Menetes, hace una carnicería con el ganado de Hades, intenta atravesar a Medusa con su espada, fuerza su entrada hasta el trono de los reyes de los muertos con una pedrada, hiere con sus flechas al dios Hades en el hombro y casi estrangula al can Cerbero en medio del forcejeo hasta que lo encadena.


 Mitología de la muerte y doctrina del alma por Áxel Capriles
Mitología de la muerte y doctrina del alma por Áxel Capriles

Cierto es que, después del retorno de su viaje a los infiernos, Hércules se ganó el epíteto de Kallinikos, “glorioso vencedor” de la muerte. Pero, ¿qué tipo de vencedor?, ¿fue, realmente, un logro o, más bien, una intromisión?, ¿aprendió algo significativo de la muerte? Lo menos que podemos decir de Hércules en el reino tenebroso, es que su comportamiento es francamente irrespetuoso. El trabajo de Heracles revela un conflicto arquetipal, intemporal; es la expresión mítica de un ego heroico, inflado y desmesurado, incapaz de relacionarse con la tenuidad y sutilezas de las imágenes sombrías de las profundidades. La muerte pertenece al mundo de lo sagrado e intima respeto. La reverencia y el pavor que produce, el sentimiento de insignificancia frente a ella, exalta el sentido de majestas, la reverencia a lo desconocido, la humildad y el asombro ante todo lo que rodea el fin de la vida. Para los antiguos, los dioses del Erebo, las tinieblas subterráneas, no debían ser mentados. Entre los griegos, el nombre de Hades era raramente pronunciado por temor a convocarlo. Se referían a él con eufemismos, como “el Invisible”, como Pluto, “el rico” o “dador de riquezas”, como Eubuleo, “el buen consejero”, Trophonios, “el que alimenta” o Clímeno, “el Ilustre”. La muerte es lo más desconcertante e ignoto para un cuerpo dotado de vida. Es, sin duda, un mysterium tremendum, un temblor en la oscuridad, pero un numen que, paradójicamente, da luz a la consciencia y conforma el campo de experiencias que mejor definen nuestra humanidad.

En el proceso evolutivo, los homínidos se distinguieron del resto de los animales por la adopción y auto imposición de una serie de prohibiciones y tabúes relacionados con la sexualidad y con la muerte. No hay cultura humana sin algún tipo de restricción en el área de esos dos instintos fundamentales. La prohibición del incesto, la regulación de la desnudez, la prohibición de matar, la obligación de enterrar a los muertos, son los actos particulares que hacen al anthropos, la bestia que imponiéndose fronteras y límites cayó en cuenta de sí. Ya en el paleolítico medio, el hombre de Neandertal sepultaba a sus muertos. Pero hay indicios anteriores. En el yacimiento de la Sima de los Huesos, en la Sierra de Atapuerca, Burgos, España, encontraron restos enterrados con una antigüedad de entre 245.000 y 400.000 años que indican elaboradas prácticas funerarias. Los restos de Atapuerca pertenecen al Homo antecessor, descendiente del Homo ergaster y antecesor del Homo neandethalensis y el Homo sapiens. De manera general, la práctica funeraria, como acto ritual, el trabajo y la sexualidad contenida demarcan la existencia específicamente humana del Homo sapiens sapiens, una especie destinada a separarse irremediablemente de cualquier cosa que podamos entender como natural. Lo que hoy llamamos psique, el aparato psíquico, es un espacio intermedio entre el impulso y la reacción, un paréntesis deliberativo que surge a partir de aquello que frena el flujo inercial de la vida, del detenimiento, el asombro y la reflexión ante la muerte.

No es por azar que el hombre homérico concibió la psique como una aparición imprecisa que se manifiesta, únicamente, en el instante en que ocurre la muerte y sólo para abandonar al hombre al momento de morir. Las emociones, el pensamiento, las sensaciones, la voluntad, la consciencia y todas aquellas funciones vitales que habitualmente le atribuimos al hombre vivo no están relacionadas con lo que los griegos de la edad heroica llamaron psyché. Dichas funciones pertenecen a otras dimensiones de la personalidad, el thymós, el phrenes, el menos, el noos, el diafragma. La pyché es algo totalmente diferente. Es algo etéreo. Es un eidolon o imagen que reproduce a la persona en el estado en que lo atrapó la muerte. Es el aliento fugitivo, una sombra (skía) que se desprende del cuerpo en el instante final. Es humo (kapnos) o sueño (oneiros); es el chillido de un espectro que se esconde en la tierra para revelar su ausencia, es un vapor húmedo tanto como el aleteo de una mariposa. La psique pertenece a una imprecisa categoría de fenómenos vinculados con el fin de la vida, los ritos funerarios y la continuidad de la existencia en el más allá. Es el doble del difunto, una imagen incorpórea o ídolo (eidolon) que es imperceptible mientras el cuerpo vive, pero que cobra vigor con la muerte, sobrevive al individuo y lo perdura como un ensueño opaco en la morada del rey de las tinieblas. En la Grecia antigua, el término común de eidola (imágenes), cuya etimología se conecta con la de Hades (Aidoneus), se aplicaba a un conjunto de fenómenos estrechamente vinculados: el colossos (un ídolo o figurilla que reemplazaba al muerto), la psyché, las imágenes oníricas, la sombra y las apariciones sobrenaturales. Como señala Jean-Pierre Vernant:

El colossos se manifiesta, en tanto que doble, como asociado a la psyché. Es una de las formas que puede revestir la psyché.... La unidad de estos fenómenos, para nosotros tan heterogéneos, surge del hecho de que, en el contexto cultural de la Grecia arcaica, son percibidos de igual manera… se está en derecho de hablar respecto a ellos de una verdadera categoría psicológica, la categoría del doble, que supone una organización mental diferente a la nuestra. Un doble es algo completamente distinto…. No es un objeto natural, pero tampoco es un producto del espíritu, ni una creación del pensamiento. El doble es una realidad exterior al sujeto pero que, en su misma apariencia, se opone por su carácter insólito a los objetos familiares, al decorado ordinario de la vida. (Vernant, 1983: 306-307)

De la misma manera que el colossos es un ídolo que sustituye al cadáver en el fondo de la tumba y reemplaza al difunto encarnando su vida en el más allá, la psique es un doble del ser vivo. Esta visión tiene importantes implicaciones psicológicas y psicoterapéuticas. La psique es un aparato que funciona mediante la creación y transformación de imágenes. Es, en realidad, un mundo en imágenes, especular. Como indica el neurólogo Antonio Damasio, “el proceso que conocemos como mente, cuando nos apersonamos de las imágenes mentales como resultado de la consciencia, es un flujo continuo de imágenes…”, es decir, “patrones mentales con una estructura construida con las señales de cada modalidad sensorial…” “En este sentido, cualquier símbolo en el que podamos pensar es una imagen, y debe haber pocos sobrantes de residuos mentales que no estén hechos de imágenes” (Damasio, 1999: 318-319). Por eso C. G. Jung, en sus inicios, rescató la antigua idea religiosa de “imagines et lares” y utilizó el término imago para resaltar la independencia y autonomía del factor psíquico. De ahí el énfasis de la psicoterapia junguiana en centrar el análisis no en lo que supuestamente constituye la realidad sino en las imágenes que de ella nos hacemos y que, a su vez, la conforman. El valor principal del psicoanálisis es haber insistido en que más allá de la vida y de la realidad física, biológica o social, está el espacio de los fantasmas e imagos que constituye “la realidad psíquica”, la estructura simbólica, el universo de las representaciones.

A pesar de que, en Homero, la psique no tenía influencia sobre el mundo visible, y el alma, separada del cuerpo, carecía del vigor y el brillo característico de la personalidad viva, la importancia y solemnidad de las ceremonias funerarias hacen evidente que el alma, a la que se dedicaba, precisamente, el culto, era considerada algo más que un simple reflejo obligado a flotar eternamente en las entrañas de la tierra. Para la gente común, el alma no podía ser algo tan insignificante, impotente y aislado. Si no, ¿cómo se explica el culto, la reverencia y la honra a los manes de los muertos? Aún para los griegos del período homérico, y en ello coinciden las más antiguas tradiciones y creencias populares, el alma era un ente tremendamente poderoso y amenazante. Tal vez, estas creencias reflejen una elemental percepción de la fuerza y autonomía de las imágenes y personalidades parciales del mundo subterráneo, del peso psíquico de los complejos inconscientes. Testigo de ello es la solemnidad de los honores fúnebres tributados a Patroclo en la Ilíada. La noche después de su muerte, el alma de Patroclo se le aparece en sueños a Aquiles y le pide que acelere la cremación porque sin la debida sepultura no puede llegar al Hades. A la mañana siguiente, la ceremonia comienza con el desfile de los Mirmidones, el ejército de Aquiles, quienes llevan el cadáver lavado y ungido, envuelto en un sudario limpio, y lo colocan sobre la pira. Adoloridos, los Mirmidones y el más grande de los guerreros griegos, Aquiles, hijo de la diosa Tetis y de Peleo, se cortan sus cabelleras y las depositan sobre el cuerpo Patroclo. La escena es impactante, casi inimaginable para nosotros. Numerosos jarros de aceite y miel rodean al muerto. Cuatro caballos de sangre, dos perros de caza, decenas de bueyes y carneros son degollados como tributo al difunto, cuyo cuerpo es rociado con la sangre de los animales para que comparta con los vivos el banquete fúnebre. Doce nobles jóvenes troyanos son sacrificados al pie de la pira. Durante toda la noche, se conjura la psique de Patroclo y se vierte abundante vino sobre la tierra hasta que, al día siguiente, sus restos son, finalmente, sepultados en una urna de oro. Las ceremonias concluyen con magníficos pugilatos y juegos agonales en los que participan todos los guerreros griegos.

La fastuosidad de los ritos funerarios de la antigüedad no es gratuita. Da cuenta de existencia de un culto del alma y de la creencia en la necesidad de apaciguar el espíritu de los muertos que de otra manera continuaría vinculado con el mundo de los vivos. Como anota Erwin Rohde sobre el sobrecogedor ritual en la Ilíada, “todo el relato se basa en la idea de que el derramamiento de sangre caliente, las ofrendas de vino y la combustión de cadáveres de hombres y animales servían para aplacar la psique de una persona recién muerta y aquietar su furia” (Rohde, 1994: 17). El funeral es un acto ritual que intenta alejar al alma del muerto que se niega a partir y a separarse de los seres queridos. Busca aplacar los restos espectrales del finado, despejar el panorama de los posibles daños que la ira de esos poderes invisibles pudieran producir. Estamos ante uno de los temores fundamentales que incita la muerte: no es sólo la incertidumbre sobre nuestro destino cuando acaba la vida sino la preocupación por lo que el alma del muerto pueda hacerle a los vivos, la incógnita sobre sus efectos e intenciones, si será un espíritu vengativo o, más bien, benevolente. Es el impacto de la muerte sobre los sobrevivientes.

En muchas sociedades y lugares existe la creencia de que los muertos sienten envidia de los vivos. Mientras el difunto se ve obligado a partir contra su voluntad y pierde sus posesiones, sus afectos y su bien más preciado: la vida, los que lo sobreviven pasan a ocupar su puesto en la comunidad y pueden disfrutar de todo lo que él pierde y más anhela. Por eso, al alma le cuesta partir. En la tradición vudú de Haití, el ser humano tiene dos espíritus, el Gros Bon Ange y el Petit Bon Ange. Éste último abandona el mundo de los vivos nueve días después de la muerte, una vez concluido el novenario que debe llevarse a cabo en su honor. El Gros Bon Ange se transforma en espectro y sólo a regañadientes se aleja de los seres y lugares que frecuentaba. El espíritu de los muertos es vengativo, puede hacer daño y atormentar a quienes no han honrado su memoria o no han cumplido con los rituales funerarios.

En 1978, en la Expedición Venezolana al Sahara y África Occidental, tuve la oportunidad de participar en una ceremonia mortuoria de tres días en un pequeño pueblo al norte de Costa de Marfil. Habiendo llegado al poblado para visitar una minas de plata, encontramos todo cerrado a causa de un funeral. Decidimos permanecer en el pueblo y participar. A pesar de la humildad de los familiares y de la pobreza general del lugar, las fiestas funerarias destacaban por su solemnidad y prolijidad: abundante comida y bebida (aún para los extranjeros), numerosas lloronas que prolongaban el doloroso llanto hasta la madrugada, soberbias actuaciones de diablos danzantes con inmensas y elaboradas máscaras. Sobrecogido por el ritmo de los tambores, el calor de la multitud y el ruido, fascinado por la agilidad acrobática de los diablos, el colorido y detallada fealdad de las máscaras, le pregunté a un joven que se había convertido en nuestro compañero y guía sobre el propósito de las danzas funerarias. Me comentó que a los muertos les es muy difícil aceptar su nueva condición y, por lo general, se niegan a partir. No quieren emprender el largo camino hacia el otro mundo en la soledad y prefieren llevarse a alguien. El alma del muerto se queda rondando el pueblo porque quiere permanecer próximo a los lugares y seres queridos, pero puede ser peligroso y causar daño, sobre todo a quienes le hicieron mal en vida o a quienes no cumplieron con los honores fúnebres debidos. Las danzas de diablos buscan espantar a los muertos. Por eso las máscaras son tan feas y los participantes hacen tanta bulla: para asustar al muerto, para quitarle el deseo de volver, para obligarlo a apartarse del pueblo solo y tomar el camino que le corresponde.

Las ceremonias funerarias son ritos de transición o de incorporación (rites de passage) que ayudan al alma del muerto a separarse de la comunidad de los vivos y a transitar hacia el más allá. Como anota Erwin Rohde,

A la destrucción del cuerpo por el fuego se le atribuía la virtud de separar por entero el alma del mundo de los vivos. Era, evidentemente, este resultado el que los sobrevivientes querían provocar; la finalidad a que respondía la cremación, no era, pues, a nuestro modo de ver, otra cosa que la de obligar a la psique a desterrarse para siempre en el Hades, a huir por completo del mundo terrenal... Con la cremación del cadáver se trata, pues, de velar por la paz de los muertos, que de otro modo errarían de un lado para otro, sin descanso, y sobre todo por la paz de los vivos, quienes ya no podrán encontrarse con las almas, desterradas para siempre a lo profundo. (Rohde, 1994: 24-25)

La paz de los vivos, sin embargo, no puede entenderse literalmente como el entendimiento con los seres de ultratumba o como un asunto meramente metafísico. Los rituales funerarios son, principalmente, ritos de transición para los vivos, actos culturales que actúan como símbolos capaces de mediar el tránsito hacia una nueva condición y procesar la experiencia de pérdida tras la desaparición de un ser querido o un miembro de la comunidad. El duelo requiere símbolos que faciliten el distanciamiento y debilitamiento de la imagen del difunto dentro de nosotros mismos, puentes para reorientar hacia otros fines y destinos la energía psíquica que habíamos invertido en él. Las mitologías escatológicas no sólo ofrecen una cartografía o guía para el que muere, sino que dan forma a un sistema de creencias que alivia el dolor del desprendimiento y orienta a los vivos en la reasignación de valores y en los cambios de consciencia que corresponden a todo proceso de transición. El trabajo del duelo en psicoterapia es también una práctica para desterrar al muerto, para retirar del difunto las cargas libidinales que lo hacían palpable y vívido de forma tal que pueda ser transformado en imagen, en memoria, en símbolo.

Una de las más viejas discusiones en antropología, mitología y religiones comparadas es la relación entre el mito y el rito. ¿Cuál precede a cual? ¿Cuál origina al otro? ¿Son los mitos vestigios de ritos extinguidos? ¿Cuál es la relación entre la palabra y la acción? ¿Es sólo en la unión del relato con la representación ritual que el mito revela su verdadera esencia? Como tantas otras preocupaciones de la academia, la discusión ha resultado estéril, sobre todo por las diferencias e inconsistencias encontradas. En ocasiones ocurre de una manera. A veces de otra. La muerte es, sin embargo, un evento donde por lo general coinciden el mito y el rito. Casi todas las mitologías de la muerte están asociadas a una práctica ritual. Nuestro conocimiento del mundo de los muertos, de los dioses y de los seres que lo habitan, viene, principalmente, de las excavaciones de túmulos y tumbas, de las inscripciones y descripciones de las ceremonias funerarias. La literatura mortuoria, los diferentes Ars Moriendi son relatos míticos de lo que ocurre en el más allá, descripciones de los lugares, deidades y diversos seres que habitan en el reino de la oscuridad, mapas para orientar al alma en los cambios secuenciales que ocurren en los momentos críticos de la transición y el proceso de morir. Los occidentales vemos al Libro Tibetano de los Muertos como un relato mitológico, como un cuento que revela las imágenes y creencias que los antiguos tibetanos tenían sobre el más allá. El Bardo Thödrol, sin embargo, es una guía para el que va a morir y para el muerto. Literalmente significa: “liberación al oír en los estados transitorios”. Es un libro escrito para ser leído lenta y sigilosamente al oído del moribundo, para instruirlo y orientarlo sobre las diferentes etapas que deberá atravesar, para aclararle el camino y advertirle de los obstáculos que encontrará y deberá sortear, para recordarle las tareas que deberá necesariamente cumplir. Los muertos no van directamente a su destino final. Tienen que atravesar diferentes etapas y lugares, realizar formidables tareas y ordalías.

La primera parte del Libro Tibetano de los Muertos, el Chikhai Bardo, describe la experiencia de disolución en el momento preciso de la muerte, el misterioso instante en que la vida abandona el cuerpo. Se caracteriza por una potente visión de la luz primordial de la realidad pura. Si el que parte la reconoce y no queda paralizado por su intensidad, puede alcanzar la liberación. Si no, se ve obligado a continuar el proceso en los siguientes Bardos. Es importante señalar que en la tradición hindú, la muerte ofrece la oportunidad de romper con la prisión y la falsa ilusión de la vida, de fracturar la cadena de infinitas reencarnaciones. La segunda parte del Bardo Thödol, el Chonyid Bardo, describe lo que ocurre justo después de la muerte. El finado tiene que confrontar diversas deidades y percibe luces de distintos colores que indican los mundos en los que puede reencarnar, el reino de los dioses, el de las criaturas infrahumanas, el de los fantasmas. Si el difunto es atraído por alguna de estas luces pierde nuevamente la oportunidad de alcanzar la liberación y pasa al Sidpa Bardo, el bardo que busca la reencarnación y se ocupa de la continuidad de la vida. En esta etapa el muerto percibe la inmaterialidad de su cuerpo y puede moverse con asombrosa agilidad o atravesar objetos sólidos. Dharma Raja, juez de los muertos, examina el karma del difunto y le asigna un camino de acuerdo a sus faltas y sus méritos. Si el muerto no se da cuenta de que todos los caminos son ilusorios y de que todo es una proyección de la mente, el alma se ve inevitablemente obligada a reencarnar y a continuar en la dolorosa rueda de la vida.

Si nos desprendemos de las meditaciones metafísicas y las visiones trascendentes, si vemos la mitología como un acopio de imágenes con el que el ser humano representa y describe su experiencia, la mitología escatológica se convierte en una reflexión sobre lo psíquico. El colapso de lo corpóreo y de lo material devela la fenomenología del alma. No sólo el Hades está habitado por imágenes incorpóreas (eidolon), de psiques o reflejos de los muertos, sino que Hades mismo, dios de las profundidades, es invisible. Thanatos (muerte) e Hypnos (sueño) son hermanos gemelos. La mitología órfica sitúa a los sueños (oneiroi) en el mundo de la muerte y Homero señala que la psique de los muertos flota como un sueño. A diferencia de la presencia sólida y tangible del cuerpo vivo, la existencia mental es tan imprecisa y vaga como la morada de las tinieblas. No es de la percepción de la realidad sino del mundo de los sueños y de la muerte que surge la creencia en la existencia del alma en el ser humano. Según el antropólogo del siglo XIX, Edward Tylor (1958), pionero en el estudio de las religiones comparadas, el animismo, cuya definición mínima es la creencia en el alma de los seres individuales y en la existencia de seres espirituales personalizados, surge como respuesta a dos preguntas elementales: 1.- ¿Qué distingue un cuerpo muerto de un cuerpo vivo? ¿Cuál es la diferencia entre un cuerpo despierto, uno dormido y otro en trance? 2.- ¿Qué son esos seres, esos fantasmas y sombras difusas que aparecen en los sueños y en las visiones? Como señala Edwin Rohde en su gran obra sobre el origen del alma entre los griegos:

No es partiendo de los fenómenos de las sensaciones, de la voluntad, de la percepción y el pensamiento del hombre en estado de vigilia y de consciencia, sino arrancando de las experiencias de una aparente doble vida en sueños, en estado de éxtasis e impotencia, como se llega a la conclusión de que existe en el hombre una doble vida, de que vive en él, escondida en la entraña del yo diariamente visible, un segundo yo con existencia propia y susceptible de desprenderse de aquél para afirmar su independencia. (Rohde, 1994: 11)

La atención a este tipo de fenómenos revela el arraigo de creencias arcaicas que unidas a las nuevas tendencias religiosas y prácticas extáticas que prosperaron en la Hélade en la edad arcaica dieron forma a la doctrina del alma. Es reflejo de un pálpito que siempre ha estado allí, la intuición de que la actividad del cuerpo y de la psique sigue ritmos distintos, que es durante el sueño, cuando el cuerpo está más inactivo, que el alma es realmente libre. En el sueño, en las visiones, en el éxtasis, en el sonambulismo, en el trance, hay algo parecido al yo, como un doble, que se comporta de manera autónoma, separado del cuerpo vital. De la noción de una existencia paralela que se hace más activa y notoria a medida que se extingue la consciencia no hay sino un paso para pensar que la independencia total de ese segundo yo ocurre con la muerte. Desde el punto de vista psicológico podemos decir que sólo descendiendo al mundo subterráneo de nuestra sombra inconsciente, sólo enfrentando los fantasmas de nuestras tinieblas podemos hacer alma. Esta dirección descendente tiene implicaciones para la psicoterapia. Sugiere el distanciamiento de la claridad y de la luz solar y el alejamiento de las alturas espirituales y de las abstracciones intelectuales. Pero insinúa, también, un movimiento que va de lo literal a lo metafórico. Es un deslizamiento hacia el cuerpo psíquico.

La conexión intestina entre la creación cultural y la consciencia de muerte es el meollo del mito de Perséfone y Demeter en el que se esconde el significado de los Misterios del Eleusis. No sabemos, con precisión, qué aspectos del mito eran representados y reactuados en el rito la noche sagrada, el rapto de Kore, su matrimonio con Hades o su reencuentro con Demeter, pero lo que sí queda claro es que desde la perspectiva de las religiones agrarias, el don civilizador, la introducción del cultivo del grano, solo ocurre después del descenso de Perséfone a la pradera de los asfódelos, el recinto de los espíritus de los muertos. En palabras de Walter Otto:

“Sólo desde que Perséfone fue casada con Pluto, solo desde que fue convertida en Reina de los Muertos, ha habido siembra y cosecha. La muerte es el prerrequisito para el crecimiento del grano.... Aquí encontramos una poderosa intuición que le parece extremadamente extraña al pensamiento moderno, mientras que para la gente de la antigüedad era tan natural como si la existencia misma le hubiera hablado... La sustancia de esta intuición es que la productividad y la fertilidad... están indisolublemente ligadas a la muerte. Sin muerte no habría procreación. La inevitabilidad de la muerte no es un destino decretado por algún poder hostil. En el nacimiento mismo, en el propio acto de la procreación, la muerte está activa. El hombre recibe la fertilidad que le es indispensable de la mano de la muerte”. (Otto, 1990: 20-21)

Esa natural conexión y sentido de la inevitabilidad de la muerte es, ciertamente, algo que hemos perdido. Hasta, por lo menos, el siglo XVIII, en la Europa cristiana fueron comunes los memento mori, objetos o recordatorios visuales de la cercanía e inmanencia de la muerte. Las personas poseían o cargaban recuerdos de la muerte en forma de anillos o gargantillas con calaveras, esqueletos como esculturas o pisapapeles. La advertencia cotidiana de la posibilidad de sufrir una muerte repentina sugería la igualación social y la conveniencia de llevar una vida virtuosa en vista del destino común que no distinguía clase, riqueza o edad.

El clímax de los Misterios del Eleusis ocurría en la epopteia y consistía en una visión impactante e inefable. Desconocemos las características y los contenidos precisos de tan extraordinaria experiencia, sólo sabemos que todos los componentes del culto, la iniciación y purificación ritual, el ayuno, la bebida de la poción sagrada, no eran más que la antesala preparatoria para llegar al evento crucial: la visión, la percepción de algo aterrador y sublime capaz transfigurar a los iniciados y dotarlos de paz y significado. Los Misterios del Eleusis representan el viaje de iniciación de la consciencia, la desconcertante y terrible oscuridad que tenemos que atravesar antes de que la luz comience a brillar en nuestras vidas.

Muchas mitologías describen el fin de la existencia en términos de una lucha entre la claridad y la tenebrosidad, entre la luminosidad y la lobreguez. El Libro Egipcio de los Muertos, el Pert em hru, era conocido por los antiguos habitantes de las riveras del Nilo como la “manifestación en luz” o “hechizos para salir al día”. Es una colección de relatos, oraciones, encantos y conjuros cuyo conocimiento facilitaba al muerto los medios mágicos para salir de la oscuridad de la tumba hacia la luz del sol y así obtener total libertad de acción después de la muerte. Según la mitología egipcia, la tierra es una extensa planicie rodeada de una cadena de altísimas e inexpugnables montañas. Más allá de la cordillera, se encuentra el Tuat, una región tenebrosa sumida en la oscuridad eterna, un lugar sombrío separado del mundo y de los astros luminosos que alumbran el firmamento. El viaje para atravesarlo es peligroso y difícil, un recorrido repleto de infinitos obstáculos, de fieras, demonios y todo tipo de criaturas terribles que llenan de horror el tránsito y buscan privar al muerto de sus órganos vitales, especialmente del corazón, asiento de la consciencia. Un juicio espera a la persona en Salón de las Dos Verdades antes de ser admitido en el reino de Osiris. Aquellos que no pasan el juicio, que no superan la prueba del gran balance en la que el corazón del difunto es pesado contra una pluma, símbolo de Maat, diosa de la justicia, son engullidos por Amemet, el devorador de almas, un monstruoso híbrido de cocodrilo, hipopótamo y león.

El juicio post-morten es otro de los mitemas recurrentes en la mitología escatológica. Expresa una continuidad y una relación causal entre la vida y la muerte. Las formas básicas de la vida religiosa de los griegos en los tiempos de Homero y Hesíodo no daban cabida a la idea de una justicia distributiva que vinculara los actos de la personalidad viva con el destino del alma en el más allá. Como ya hemos señalado, las funciones vitales y la psique pertenecían a esferas separadas. Es a partir del siglo VIII que los griegos enfrentaron una verdadera revolución religiosa que introdujo las nociones de purificación, expiación y condenación, producto de la penetración y expansión de cultos mistéricos y extáticos. Según Karl Kerenyi, “Dionisios debe de haber estado asentado en la cultura griega ya a finales del segundo milenio… entre las divinidades griegas de origen cretense-micénico” (Kerényi, 1994: 11), pero es con su posterior difusión y triunfo como dios orgiástico que encuentra expresión religiosa la noción de la vida continua e infinita. Los griegos tenían dos términos para denotar vida: zoé y bios. En palabras de Kerényi, “zoé es la vida, concebida sin más caracterización y vivida sin límite” (Kerényi, 1994, 15). Es, podríamos decir, el elam vital, el instinto o pulsión de vida. Bios, en cambio, es el principio vital caracterizado, enmarcado en una condición particular, en la biografía individual que, precisamente, distingue la vida de un ser de la de otro. Pero mientras que al bios, como existencia particular, le pertenece una muerte característica y particular de la cual es inseparable, la zoé tiene como opuesto fundamental a la muerte. Esa intuición de un principio llameante que permanece y no perece, esa “raíz de la vida indestructible”, que los creyentes personificaron en Dionisios, fue, probablemente, la que con el tiempo se consideró evidencia del ser continuo y de la inmortalidad del alma.

En cualquier caso, la traducción de las laminillas áureas o el papiro de Derveni demostró que, ya para el siglo V, existía y estaba consolidada una secta ritual preocupada por la vida después de la muerte y el destino del alma en el más allá. Eran los seguidores de los mitos, doctrinas y misterios órficos. Según la mitología órfica, el origen y la evolución del cosmos ocurre en seis grandes eras. En la segunda nace el segundo Dioniso, Dioniso-Zagreo, producto del incesto de Zeus con su hija Perséfone a la que poseyó en forma de serpiente. Como heredero absoluto de todos los dominios, tanto de la tierra y del cielo como del infierno, Dioniso-Zagreo concentró un poder tan excesivo que levantó la envidia de los Titanes. Éstos aprovecharon un momento en que el niño dios se miraba en un espejo para descuartizarlo y devorarlo. Zeus, enfurecido, destruyó a los Titanes con su rayo y de sus cenizas nació la raza humana. El hombre tiene, por tanto, dos naturalezas, una divina y una titánica. Según el idealismo órfico, el ser humano debe separarse y redimir su naturaleza titánica y el alma debe buscar su origen divino en la trascendencia, abandonando la prisión del cuerpo. Esta visión negativa de los instintos y devaluación del cuerpo, la doctrina de la inmortalidad del alma y la doctrina de la metempsicosis o transmigración, según la cual el alma encarna en diferentes cuerpos antes de su liberación final, se unieron a las nuevas ideas de responsabilidad, compensación y justicia y se convirtieron en una práctica religiosa puritana poblada de prohibiciones y ritos de purificación. Con ella nació, para los griegos, la obligación de responder por los errores y las injusticias de nuestras vidas pasadas. Como señala Walter Wili:

Su creencia en la justicia distributiva, en la purificación y la expiación, hizo que los órficos se formaran una visión particular de la otra vida. Para los impuros y hacedores de mal, ellos crearon un más allá de penuria y tormento –podemos llamarlo un infierno. Ellos fueron los descubridores griegos del infierno. Ellos crearon los jueces de los muertos. Con ellos, la muerte dejó de ser una copia de la vida sobre la tierra –como era para Homero...– y fue dividida de acuerdo a lo bueno y lo justo y sus opuestos... (Wili, 1990: 76)

La escisión de la otra vida a partir de un juicio final conecta la nueva religiosidad griega con otras tradiciones mitológicas y con las religiones monoteistas. En la escatología persa, después de la muerte, el alma permanece tres días junto al cuerpo. Al cuarto día, se separa y se dirige al puente Cinvat. Antes de atravesarlo, sin embargo, el alma es juzgada según el peso de los actos de su vida pasada. Al cruzar el puente, el pecador cae en un abismo repleto de vampiros y demonios que lo atormentan mientras que el alma pura encuentra una joven deslumbrante que le dice “yo soy tú mismo” y le revela el camino al paraíso. Esta representación del juicio y el destino del alma basada en las nociones de culpa y castigo parece seguir un guión bastante común y se acerca sobremanera al eje central de la mitología judeo-cristiana sobre la muerte. Y a pesar de que, en Occidente, la religión cristiana demarca un terreno donde es muy difícil deslindar el relato mitológico de la fe y la creencia viva, la angustiosa desconexión del hombre contemporáneo con la muerte resalta la necesidad y pertinencia de la visión simbólica. Al ser humano, mientras esté vivo, le está vedado conocer lo que hay después de la muerte. Le es, simplemente, imposible porque, como diría un filósofo epicúreo, mientras hay vida no hay muerte y con la muerte se acaba la vida. El hombre sólo puede imaginar la muerte y en ese proceso de producir imágenes, es decir, de crear representaciones psíquicas, no puede sino reproducir y expresar mediante símbolos lo que acontece internamente en él cuando toma consciencia de la muerte. Al pensar sobre lo desconocido, es inevitable proyectar la experiencia subjetiva implícita en el proceso mismo del pensamiento. Podemos darle otra lectura, entonces, al relato persa del alma que atraviesa el puente Cinvat, entenderlo como metáfora de los conflictos que siempre encontraremos y habremos de sopesar una vez iniciado el viaje hacia los parajes más lejanos y oscuros de nuestra personalidad en los que inevitablemente nos interna el llamado del proceso de individuación.

El énfasis en la independencia y la inmortalidad del alma, el distanciamiento del cuerpo y el progresivo desplazamiento hacia una especie de espiritualidad etérea, el acento en el concepto virginal de la pureza y la idea de retribución en la otra vida, marcan la línea de separación entre los misterios órficos y los cultos orgiásticos de las bacantes. Es probable que, en lugar de tanta espiritualidad abstracta, la reconexión con la disolución dionisíaca nos permita una mejor relación con la muerte y, a través de ella, con la vida. No en vano el poeta español García Lorca intuyó que el duende, esa epifanía gitana, esa ráfaga de aire refrescante con la que sentimos el éxtasis de estar vivos, no aparece si no ve la posibilidad de muerte.


Reseña biográfica:

Axel Capriles M. licenciado en psicología y doctor en Ciencias Económicas, es analista diplomado de la C.G. Jung Institut de Zúrich. Es profesor de la Universidad Católica Andrés Bello y del Programa de Formación de Analistas Junguianos de la SVAJ, de la cual fue convocador. Es director de la Fundación C.G.Jung de Venezuela. Articulista del diario El Universal y autor de El complejo del dinero y La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo.


Referencias biliográficas


DAMASIO, Antonio (1999). The Feeling of What Happens. Body and Emotion in the Making of Consciousness. Harvest Book, New York.


KERÉNYI, Karl (1994). Dionisios. Raíz de la vida indestructible. Herder, Barcelona.


OTTO, Walter, F. (1990). “The Meaning of the Eleusinian Mysteries”. En: The Mysteries. Papers from the Eranos Yearbooks. Princeton University Press. Bollingen Series XXX. Princeton.


ROHDE, Erwin.(1994). Psique. La idea del alma y la inmortalidad entre los griegos. Fondo de Cultura Económica, México.


TYLOR, Edward B. (1958). Primitive Culture. Researches into the Development of Mythology, Philosophy, Religión, Art and Custom. Harper´s Torchbooks, New York.


VERNANT, Jean-Pierre. (1983). Mito y Pensamiento en la Grecia Antigua. Editorial Ariel, S.A., Barcelona.


WILI, Walter. (1990). “The Orphic Mysteries and the Greek Spirit”. En: The Mysteries. Papers from the Eranos Yearbooks. Princeton University Press. Bollingen Series XXX. Princeton.

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