Si una condición define la esencia del poder no es el modo de sujeción o dominación sino su capacidad para reordenar e imponer el relato y la imagen de la realidad. El poder no es un conjunto de instituciones disciplinarias o mecanismos coercitivos sino un inasible despliegue de signos y gestos que penetran el interior de los hechos y deforman su fisonomía hasta convertirlos en replicas del rostro del poder, en reflejo especular de la mirada del ganador, en un guión escrito comenzando por el final una vez conocido el desenlace de los hechos. Esa es la condición del poder como fuerza, como potencia, como facultad para hacer una cosa, como potestad para refaccionar la realidad. Por ello, no tiene mucho sentido que, a estas alturas, diez años después de los sucesos de abril del 2002, a la cola de la multitud de libros, reportajes y videos difundidos, la mayoría financiados y editados por el gobierno revolucionario, yo pretenda ofrecer un relato novedoso de los hechos de abril con información inédita que pudiera arrojar luz sobre las piezas faltantes para armar el rompecabezas de la verdad y sustanciar un discurso coherente que pudiera dar razón y respuesta a los interrogantes que aún nos inquietan sobre aquellos acontecimientos. Después de que el 96% de las investigaciones penales iniciadas por la Fiscalía fueron engavetas y solo tres casos pasaron a la fase de investigación, absolución o condena, luego del fracaso de las comisiones nombradas para investigar los sucesos, después de los incontables informes, fotografías y documentos mostrados, truncados, desaparecidos o resguardados a discreción en oficinas policiales, poco es lo que un simple ciudadano puede agregar a la narración objetiva y al esclarecimiento histórico de los hechos.
La verdad sobre lo que sucedió los días 11, 12 y 13 de abril del año 2012 es una quimera, una imagen escurridiza que tiene hoy una función simbólica. La Comisión de la Verdad que debía aclarar las circunstancias de la muerte de los 19 fallecidos y de los ciento y tantos heridos, la que debía determinar las causas y responsabilidades de los disturbios, el vacío de poder, la conspiración y el golpe de Estado, resultó apenas un gesto, una artimaña dilatoria del gobierno, una táctica engañosa para ganar tiempo y reorganizar el aparato de dominio, para enredar más las pruebas y las versiones de los hechos. Que el Ejecutivo respaldara la constitución de la Comisión de la Verdad mientras la Asamblea Nacional bloqueaba su actuación no debe llamar la atención de nadie. Que, de cara al pueblo, los representantes del gobierno proclamaran a gritos la necesidad y las virtudes del diálogo como medio de entendimiento, mientras que, de espaldas a la gente, sembraran el camino de escollos, obstáculos y dilaciones, no fue solo un modus operandi que inutilizó e hizo fracasar a la Comisión de la Verdad sino que consolidó un rasgo político que dio rienda suelta al cinismo y promovió la reversión del discurso (achacarle nuestros propios actos o intenciones a los demás) como un perverso instrumento para la tergiversación de la realidad, para confundir a la gente común y hacer ininteligibles los criterios de falsasión y verdad. La argumentación política se convirtió, así, en mera opinión. Indiferente a la riqueza de las ideas o a la coherencia o consistencia de los enunciados, la verdad se convirtió en un comodín, en una medida del alance de la voz y el poder de difusión. La verdad se convirtió en utilitis del poder, Si yo puedo encadenar a todos los medios de comunicación y puedo sacar del aire a las televisoras y estaciones de radio que se me hacen molestas, la verdad única, la verdad consensuada, será la mía, la que yo diga y repita sin descanso monopolizando el espacio radioeléctrico, opacando a cualquier competidor que quisiera tímidamente mostrar su interpretación alternativa unos breves minutos.
Los sucesos de abril son, hoy, todas las versiones y relatos entrelazados, todas las contradicciones e interpretaciones enfrentadas, lo que vivimos y sentimos en aquellos aciagos días como lo que luego escuchamos, conversamos y pensamos, todos los juicios, investigaciones y reportajes, reordenados, reconstruidos y filtrados por nuestra memoria. Son, entonces, una representación mental que, más allá del discurso público, emite sus propios juicios valorativos sobre la realidad, intuiciones que revelan muy íntimas y las fiables convicciones, destellos de una nítida e irrefutable sensación de certeza que emana del núcleo del tono afectivo que impregna la huella perenne de la memoria. Es una emoción que nos dice que no nos pueden engañar porque eso no lo que yo siento y sentí, una función valorativa que a fin de cuentas emite el juicio en el que yo verdaderamente confío. Vamos a explorar esos tonos afectivo de las huellas de la memoria.
Las propuestas que más se han debatido y que más han dividido la opinión pública sobre los enredos de abril son la tesis conspirativa del golpe de Estado y la tesis de la conmoción civil y el vacío de poder. Ambas se corresponden y responden de manera natural a las dos concepciones reñidas e irreconciliables sobre la naturaleza de la sociedad y el orden que la constituye . Según el racionalismo constructivista y el carácter demiúrgico del proyecto revolucionario, la sociedad se construye como un urbanista proyecta una ciudad o como un ingeniero diseña unos planos y edifica un inmueble. El orden social es, en esta interpretación arcaica, producto de una voluntad. No es el resultado espontáneo de la dinámica interna de la sociedad sino que emana de un poder, de una fuerza externa y superior a ella. Los revolucionarios, como los demiurgos y los dioses, juegan a recrear seres humanos, a inventar una sociedad nueva. Bajo esta perspectiva, nada sucede de manera espontánea entre los hombres, todo está previamente planificado y calculado, todo es producto de una conspiración, efecto de un poder.
Según la economía política liberal, la sociedad resulta del “efecto de composición”, es el producto de la interacción entre individuos y al unísono es autónoma y está fuera de alcance de la voluntad de los individuos. El orden social se constituye como un proceso sin autor, es una organización interna que responde a las acciones de los hombres que es externa y anterior a las intenciones y la voluntad individual. Bajo esta concepción de la sociedad como ente autónomo e independiente de las voluntades que la constituyen, la tesis de la conmoción y rebelión civil y del vacío de poder toma mucho más sentido. Tal vez, como sugirió Teodoro Petkoff, “ambas cosas marcharon paralelamente”, por un lado estaba andando la revolución civil y la movilización popular y por el otro se organizaba la conspiración. Y no es que ambas tuvieran metas diferentes. ¿Por qué negarlo? Ambas movimiento deseaban y tenían como meta sacar al Presidente Constitucional de Venezuela, Hugo Chávez, del poder. ¿Qué hay de raro, malo o vergonzoso en ello? También Chávez, en 1992, quiso sacar al Presidente constitucional del poder. Son visiones y ambiciones que se enfrenta, pero sobre todo son concepciones antípodas de la sociedad y la vida que pugnan como contrarios entre sí, y ese era el clima social que imperaba en Venezuela en el año 2002.
Se han señalado muchos antecedentes causales directos a los sucesos del 11, 12 y 13 de abril. Se ha mencionado, por supuesto, como motivo principal, el paquete de las 49 leyes que por poder habilitante había decretado el primer mandatario nacional en el mes de noviembre del años 2001, decretos que, sin duda, atentaban contra los intereses del ya menguado sector privado nacional que avizoraba su acelerada pérdida de espacios y poder. Otro de los antecedentes habitualmente mencionados es el despido público, en el programa Aló Presidente, de 7 altos ejecutivos de PDVSA que se oponían a la política de control del Ejecutivo sobre la empresa estatal petrolera. Pero lo realmente significativo que deseo señalar aquí, el factor autónomo y determinante era el descontento generalizado, el clima de crispamiento y turbulencia social que se vivía en la Venezuela de esa época, un ambiente de intemperancia que sofocaba principalmente a la clase media pero también a muchos sectores más de la población de los que el gobierno estaba dispuesto reconocer.
Ese momento de conmoción y movilización es difícil de describir. Sobre todo, porque casi todas las personas nutrimos nuestra libido narcisista sintiéndonos protagonistas de los acontecimientos y porque los partidos políticos y las organizaciones civiles se atribuyen, por lo general, un papel mucho más influyente del que efectivamente tienen. Así como las leyes no son la causa de orden social sino la expresión y exteriorización de las normas que rigen la sociedad y que adecúan a la naturaleza de los seres que la habitan, la organizaciones políticas y ciudadanas no producen los movimientos sociales sino los recogen, canalizan e interpretan. Tal vez una anécdota sirva mejor para dar una imagen de lo que me refiero. En esos años de la gran movilización ciudadana, mi hermana, Ruth Capriles, fundó y dirigió una de las primeras organizaciones civiles preocupada e influyente en el proceso que todos vivíamos, La Red de Veeedores de la UCAB, mejor conocidos como Veedores, enfocados principalmente en la observación imparcial de los procesos electorales. A principios del año 2002, Veedores, que nunca había se había del activismo político ni tenido protagonismo mediático, convocó a una concentración en la plaza Altamira. Para mi sorpresa la asistencia fue multitudinaria. Sorprendido, le comenté a mi hermana: “caramba, yo no sabía que tenías tanto poder de convocatoria”. Ella, realista y humilde, me respondió: “Nosotros no tenemos el poder ni la intención de manejar y dirigir a la gente, simplemente hemos agudizado los sentidos para percibir sus necesidades, para intuir lo que desean, para anticipar lo que quieren hacer.” Es la sabiduría que el rey solitario transmitió al Principito en el cuento de Saint Exupery. ¿Qué sentido tendría ordenar a los generales que vuelen como mariposas o que realicen acciones que no pueden o no desean ejecutar. Lo sabio y propio de un rey es pedirle a la gente que hagan cosas que quieren o que van natural y espontáneamente a hacer, es ordenarle al sol que se ponga cuando llega la aurora del atardecer y pedirle que se levante al despuntar el alba del amanecer. Esa sabiduría es incomprendida y negada por Chávez, obseso de la teoría de la conspiración, pero es la intuición que guió a la mayoría de las organizaciones no gubernamentales que cobraron vida en aquellos momentos. Fue un período de participación mística, una etapa en la que la sociedad civil tenía detectores afectivos a flor de piel. A la sociedad moderna y democrática, aún a la que había votado originalmente por él, le había caído la locha de que el atuendo de constitucionalidad con que se cubría el Presidente no era más que un disfraz fácilmente sustituible que escondía la más psicopática y enfermiza voluntad de poder que haya poseído y dominado la personalidad de cualquiera de los mandatarios que hasta ahora habían regido el destino de la nación. La intuición producto del tono afectivo primario inmune a las argumentaciones que anteriormente mencioné, había
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