Nociones de propiedad en Venezuela.
“En el límite, los objetos cambian en cuanto se quiere hacer uso de ellos sin tenerlos; ya no se quiere tener la propiedad de las cosas, sino únicamente gozar de sus propiedades.”
Jacques Attali
Historia de la propiedad
Las estructuras abandonas se levantaban hasta la segunda planta de un edificio fantasma en un terreno incierto, los terminales de cabillas corroídos, el concreto perturbado con manchas de humedad y espirales de musgo negro, las vigas ocultas en voluptuosas enredaderas triunfantes. Dos inmensas torres grúas dejadas a la intemperie, oxidadas, descoloridas, inmóviles, agudizaban la sensación de descuido y el clima de inexplicable defección que generaba todo el espacio, como si una amenaza de peste hubiera disparado la huida en estampida de los habitantes de un pueblo, como si el pánico hubiera hecho olvidar el valor económico de las cosas. A la entrada del terreno, con vista hacia la calle, un inmenso cartel deslustrado anunciaba orgullosamente el nombre de la cooperativa de viviendas cuya realización comprobaba los logros de la política habitacional del gobierno. Para explicar la paradójica paralización de un desarrollo de viviendas populares ejemplar, de un proyecto ajustado a los planes y objetivos del gobierno en un momento de abundancia en el que inmensos recursos del presupuesto nacional habían sido canalizados, como nunca antes, hacia el sector vivienda, los miembros de la cooperativa argumentaron que el principal obstáculo para la reactivación y culminación del proyecto no había sido la falta de medios económicos sino los enredos burocráticos y legales, la propiedad difusa, la maraña en la titularidad que había hecho imposible determinar la propiedad del bien para que alguien lo asumiese responsablemente como suyo.

Con una historia de ventas y cesiones en cuyo origen estuvo la adjudicación de tierras municipales, el inmueble fue adquirido, mucho tiempo después, por una institución bancaria que en medio de la crisis financiera de 1984 se vio obligada a entregarla al Fondo de Garantía de Depósitos y Protección Bancaria (FOGADE). Como corolario de una imprecisa documentación y una serie de traspasos que hicieron imposible saber si la propiedad del inmueble había quedado en manos del Ministerio de Finanzas o si de éste había pasado al Fondo de Desarrollo Urbano (FONDUR) para luego migrar a otros institutos del Estado hasta llegar al Ministerio de la Vivienda, FONDUR entregó el terreno en comodato a una cooperativa y dio inicio a la construcción del conjunto habitacional con dinero propio del Fondo pero, además, con los aportes de los miembros de otra cooperativa que fungía como propietaria del condominio. ¿De quien era, entonces, la obra construida? Las peripecias y vicisitudes de esta Cooperativa de Viviendas en el centro de Caracas no es inusual. Es, por el contrario, un hecho común, un extracto anecdótico que expresa y resume aspectos fundamentales de la historia de la propiedad en Venezuela.
En 1998, a raíz de la apertura petrolera, constituí con algunos familiares y amigos un pequeño fondo de inversiones inmobiliarias dedicado a la adquisición, desarrollo y comercialización de inmuebles en las zonas petroleras con mayor presión de crecimiento en el oriente del país. Con una larga y amplia experiencia en el ramo inmobiliario, nunca imaginé que incursionar en los bienes raíces en el interior del país pudiera convertirse en una actividad tan complicada y exigente. Prácticamente ninguno de los terrenos que estaban disponibles para la venta tenía una titularidad clara. Entre los muchos documentos que examiné, sólo encontré uno en el que la trasferencia de la propiedad ocurría mediante una venta pura y simple, perfecta e irrevocable, entre personas naturales. De resto me topé con los más variados modos de propiedad y los documentos más extraños: contratos de enfiteusis con pacto de retracto, derechos de ocupación de tierras del Instituto Agrario Nacional (IAN) que sólo requerían el pago de un pequeño número de cuotas atrasadas para que el IAN emitiera un título cierto y transfiriera la propiedad real, sentencias de juzgados que declaraban con lugar la adjudicación en dotación de terrenos públicos, tierras que originalmente pertenecieron a un resguardo indígena cedidas para el aumento de la población, terrenos ejidos de diversos municipios, por una parte, y, por la otra, terrenos de la posesión agrícola de campesinos heredados por la sucesión, venta de bienechurías construidas sobre terrenos recibidos en comodatos a largo plazo, cancelación de deuda mediante la cesión de una pequeña alícuota de los derechos conferidos sobre un lote de terreno impreciso que formaba parte de una extensión mayor producto de una ejecución judicial. Para mayor enredo y complicación, casi todos los terrenos tenían problemas de doble o triple titularidad y eran objeto de diferentes clases de reclamo. Si por un lado, muchas propiedades habían nacido de la privatización de antiguos predios del Estado sin el debido cumplimiento de todos los requisitos y pasos para la desafectación y venta de bienes públicos, por el otro, el uso y dimensiones de los inmuebles reales ofertados por general diferían de lo que indicaban los documentos registrados, a la vez que, con no poca frecuencia, las imprecisiones en los linderos establecidos llevaban a discusiones prolongadas sobre la superposición de las parcelas colindantes.
La precariedad de la propiedad inmobiliaria en Venezuela no es casual. Es producto de una particular noción y manera de entender los derechos y las relaciones de propiedad en general, una visión marcada por la condición fundacional de nuestra sociedad. Con el descubrimiento y colonización de América, los modos indígenas de ocupación colectiva de la tierra chocaron con el impulso de apropiación individual de los europeos, pero a diferencia de las colonias británicas en las que todas las tierras descubiertas y conquistadas estaban a disposición de quienes las ocuparan y trabajaran, en las colonias españolas y portuguesas la Corona se proclamó dueña y señora de todas las tierras y sus riquezas. Las variadas expresiones de propiedad antes mencionadas, los derechos de los invasores y pisatarios, las bienhechurías y títulos supletorios, son derivados híbridos de esas formas arcaicas de propiedad colectiva mezclados con la dinámica de la ocupación y apropiación individual, moldeados, además, por un factor adicional que es el titanismo del Estado. Con un Estado convertido ad initio en dueño absoluto de todo, la posesión de bienes dependió siempre del poder político, de la cercanía y la habilidad para obtener los favores y concesiones del rey, del reparto de los mandatarios de turno. Esta condición fundacional no es inocua y se ha mantenido como leitmotiv referencial a lo largo de toda nuestra historia nacional. Desde el régimen del reparto y la encomienda en la época colonial o las confiscaciones de las propiedades de los bandos derrotados durante la epopeya independentista, hasta la Reforma Agraria en tiempos de la democracia, el Estado va a ser el árbitro absoluto de un extraño y complejo juego de ocupación y apropiación privada de lo colectivo o público. Como señala Ruth Capriles al analizar el ideario revolucionario y la Reforma Agraria de Rómulo Betancourt, “para todos los dirigentes de esa generación, la idea es traspasar (los derechos de) la propiedad colectiva al Estado –instancia que representa, es personero del colectivo; y conferir al campesino un derecho de apropiación individual muy restringido por la instancia estatal o colectiva. ... Generó así una modalidad de tenencia y uso de la tierra: un latifundio de dominio estatal y goce individual”. Con el surgimiento y el auge del petróleo, esta peculiar noción de la propiedad signada por la inmensidad impersonal del Estado se fue consolidando y fortaleciendo hasta llegar a los niveles de paroxismo de esta nueva época de caudillismo y revolución bolivariana. De allí que nos luzca tan natural un hecho tan circunstancial como que, en pleno siglo XXI, en una sociedad compleja y relativamente moderna del hemisferio occidental, el Estado, como antes la Corona, siga siendo el dueño exclusivo del subsuelo, el petróleo y casi todos los recursos rentables de la nación, y que a pesar de ser el mayor latifundista, propietario de más de 13 millones de hectáreas, la mayoría de ellas ociosas, todavía busque expandir su poder mediante la apropiación y reparto clientelar de tierras privadas.
La propiedad no es un concepto unívoco, un derecho absoluto o una realidad unitaria. Tiene diferentes dimensiones y matices. Según el Código Civil venezolano, “la propiedad es el derecho de usar, gozar y disponer de una cosa de manera exclusiva” pero ese derecho básico que nos parece tan claro puede descomponerse y manifestarse de diferentes maneras. De entrada, es posible diferenciar dos aspectos que si bien pertenecen al mismo término pueden aparecer, y de hecho lo hacen con mucha frecuencia, de manera separada. Por un lado está la nuda propiedad, algo como el derecho de propiedad en sí, la esencia legal, el fundamento jurídico del que nace y obtiene su legitimidad el derecho a usar y disponer de las cosas. Por el otro está el usufructo, el uso, goce y disfrute efectivo de la cosa. Implicaciones similares tiene la diferencia entre la propiedad y la posesión ya que ésta última puede presentarse integrada con la primera pero también por si sola como derecho diferente y aparte. Además, mientras la nuda propiedad puede prescindir del usufructo, el disfrute y el uso son componentes fundamentales de la posesión, algo que la jerga legal sintetiza afirmando que “la posesión es de hecho lo que la propiedad es de derecho”. Sin embargo, posesión y usufructo no son exactamente la misma cosa. Algunas partes del concepto se equiparan, otras no. Como me indicó el abogado Adolfo Hobaica, "la posesión es la tenencia de una cosa, o el goce de un derecho que ejercemos por nosotros mismos o por medio de otra persona que tiene la cosa o ejerce el derecho en nuestro nombre"; y "el usufructo es el derecho real de usar y gozar temporalmente de
las cosas cuya propiedad pertenece a otro, del mismo modo que lo haría el propietario."
Para mayores complicaciones, algunos juristas distinguen la mera tenencia de la posesión y entienden ésta última como un concepto equidistante entre la tenencia y la propiedad. No es mi interés, sin embargo, entrar en finos tecnicismos y precisiones legales, sobre todo porque soy neófito en la materia y carezco de los conocimientos mínimos necesarios para discutir sobre el tema. Sólo pretendo, por tanto, iniciar una discusión sobre algunas de las implicaciones psicológica y las consecuencias que pueden tener las nociones de propiedad dominantes en nuestra sociedad.
Si analizamos el crecimiento y desarrollo urbano de nuestras principales ciudades, la relación con la tierra y la condición en que vive la mayor parte del pueblo venezolano, podemos deducir que el modo de propiedad dominante en Venezuela no es el derecho legal de la nuda propiedad sino la ocupación y la posesión. No es la libre disposición sino el usufructo. Cerca del 60% de la población de la ciudad de Caracas vive en barrios nacidos de la ocupación de áreas verdes y zonas protectoras de cerros y quebradas, de la invasión de ejidos municipales y todo tipo de terrenos públicos y privados. El ocupante que usa la tierra para su vivienda y goza del bien rara vez es el propietario. El arraigo de este tipo de relación con la tierra es tan profundo que abundan anécdotas sobre la reforma agraria de los años sesenta que relatan que en el momento en que un campesino recibía del gobierno el título de propiedad de su microparcela, cedía inmediatamente el usufructo de la misma a familiares y amigos y procedía a la invasión y ocupación de otros terrenos. La preeminencia de esta concepción de la propiedad no es casual. Es lícito pensar que el imperio del Estado como representante de lo público en la imaginación colectiva debe haber contribuido al predominio de esta peculiar manera de entender el derecho de uso, disfrute y disposición de las cosas. Si como señala Antonio Hernández Gil, refiriéndose a la tesis jurídica de Niebuhr y Savigny, “la posesión surge estrictamente ligada al ager publicus” y “hay dos especies de derechos sobre el suelo: la propiedad sobre el ager privatus, ..., y la possessio... sobre el ager publicus”, la debilidad de la sociedad civil como representante de los intereses privados y la fortaleza del Estado como expresión de lo publico es, sin duda, un factor determinante de nuestras relaciones de propiedad. Y así como las sociedades forjadas por el individualismo posesivo y la tradición liberal concibieron el Estado como un órgano regulador cuya principal función era proteger a los individuos de las incursiones y ataques a su propiedad, entendida, ésta, como un dominio exclusivo y privativo que excluye a otros de su uso y disposición, la sociedad venezolana prefirió entregar la nuda propiedad de sus principales bienes y riquezas a la inmensidad abstracta del Estado para optar simplemente por el goce, el uso y el disfrute de los mismos.
No se trata aquí de tomar posición ideológica ni de defender el individualismo posesivo sobre el cooperativismo y el colectivismo. Cada régimen de propiedad responde a sus circunstancias con un balance distinto de beneficios, costos y externalidades. La visión economicista que, a partir del influyente artículo de Ronald Coase sobre El problema del coste social, analiza los derechos de propiedad como tipos de acuerdos a los que llegan los individuos para mejorar la distribución de costes y beneficios de las negociaciones para la resolución de conflictos, considera que los sistemas jurídicos y las leyes de propiedad definen los derechos de las personas de la forma que, según sus circuntancias, les permite llegar al resultado más eficiente la mayor parte de las veces. Pero la eficiencia no es un simple balance económico de costos y beneficios. Es, también, un criterio de valoración subjetivo, un rasante relativo que depende de los logros y metas que los diferentes grupos sociales se hayan planteado alcanzar. Opino, como Octavio Paz, que “el ejido representa una racionalidad distinta a la racionalidad económica moderna basada en la rentabilidad y en la productividad” pero si bien “el ejido no es un modelo óptimo desde el punto de vista económico: es un modelo posible de sociedad armoniosa. El ejido es inferior a la agricultura capitalista si de lo que se trata es de producir más quintales de arroz o de alfalfa; no lo es, si lo que nos importa es la producción de valores humanos y el establecimiento de relaciones menos duras y más justas y libres entre los hombres”. Pero lo curioso y peculiar de la sociedad venezolana, lo específico de nuestra idiosincrasia, es que las cooperativas y otras formas de producción colectiva pocas veces han surgido espontáneamente de la sociedad civil ni han sido la expresión natural del espíritu de confianza y colaboración de un verdadero asociacionismo, civismo y acción comunitaria, sino que han sido, fundamentalmente, auspiciadas y tuteladas desde el Estado. Al final del camino, el poder y la riqueza permanecen concentrados en el gobierno, monopolizados por los grupos que, por cualquier medio, obtienen el control de los hilos del Estado, verdadero dueño del país.
Aún en los viejos regímenes socialistas europeos, como el ruso, el sustento y los ingresos del Estado dependían principalmente del trabajo y de la productividad de la sociedad, no de la renta de los bienes del Estado. El rentismo como mal social parte del desequilibrio generado por una impropia noción de propiedad. La diseminación contagiosa de esta mentalidad colectiva penetrada por la deificación y sumisión al Estado desemboca en un círculo vicioso que se alimenta de la disminución y desvalorización de los ciudadanos quienes se ven a si mismos minusválidos y dependientes del paternalismo benefactor de un Estado todopoderoso que los sobrepasa y arropa. Como indican Marisol Gonzalo y Ruth Capriles a partir de su estudio de las políticas de desarrollo del Ministerio de Fomento durante la extinta democracia, “la permanencia centenaria de esa percepción estatista es asombrosa. No se trata solo de la tierra; la perspectiva colectivista, mediada por el Estado, refiere a todos los recursos... Cuando un recurso adquiere importancia productiva considerable, entonces se considera lógico y necesario que beneficie a nuestra población. Y por supuesto, sólo el Estado puede garantizar que esa riqueza beneficie a la mayoría“. Pero así como la Corona pocas veces representó los intereses del pueblo sino los del rey, de sus familiares y su dinastía, el Estado como única encarnación del interés público es una ficción heredada de los desarrollos políticos europeos que llevaron al nacimiento del Estado-Nación pero que en el contexto latinoamericano ha servido primordialmente para el provecho privado de los que asaltan o alcanzan el poder. Así como los empresarios y los hombres de negocios se guían por su propio interés, los políticos y funcionarios de gobierno buscan maximizar su poder e influencia. Las actuaciones e intervenciones del Estado no son el resultado ideal del comportamiento de individuos puros y desinteresados, de seres angelicales guiados exclusivamente por un espíritu de sacrificio y de servicio público, sino de las acciones de seres humanos reales movidos, también, por intereses particulares y grupos de presión. El principal aporte de la economía de la elección pública, mejor conocida como la escuela del public choice, ha sido, precisamente, mostrar la existencia de un mercado político que, no sólo no funciona como uno de competencia perfecta, sino que se caracteriza por las asimetrías, los desequilibrios y la asignación ineficiente de los recursos.
Detrás de nuestro sistema de propiedad hay una psicología. Hay un individuo que tiene una relación ambivalente con los bienes y busca delegar las responsabilidades que implica la nuda propiedad en un tercero abstracto para así quedarse exclusivamente con el uso y disfrute de los objetos. Como señala Jacques Attali, “ ya no se quiere tener la propiedad de las cosas, sino únicamente gozar de sus propiedades”. Esta orientación apunta, también, hacia una tendencia más universal y amplia. El sistema leasing da cuenta de ello. Una compañía de alquiler de automóviles adquiere en leasing un lote de automóviles cuya nuda propiedad queda en el concesionario mientras la compañía usufructuaria cede el usufructo a otra compañía mediante una contraprestación en dinero para que ésta, a su vez, ceda el goce y el uso a un directivo de la empresa. Al final, el verdadero propietario es una compañía de seguro que nada tiene que ver con el bien sino por medio de un cálculo probabilística de riesgo. Sin embargo, a diferencia de las sofisticaciones del mundo financiero actual, la noción de propiedad que hemos intentado describir en este ensayo es mucho más compleja porque resulta de un concepto híbrido que incluye aspectos muy arcaicos del inconsciente colectivo a la vez que factores de una consciencia individualista. La tesis de Hernando de Soto señala precisamente que la pobreza y el subdesarrollo latinoamericano son consecuencias de un sistema de propiedad que hace imposible transformar los activos y el trabajo en capital por falta de infraestructura legal. La conversión de la posesión en propiedad formal podría ser el inicio de un proceso en el que las existencias materiales informales (usadas como colaterales para créditos) se conviertan en representaciones financieras y éstas, a su vez, en riqueza. En cualquier caso, lo fundamental para nuestra colectividad es llegar a comprender que los derechos de propiedad implican responsabilidades y deberes a la vez que tienen externalidades y un coste social. La estructura óptima de los derechos de propiedad no resulta de la cesión o abandono de alguno de sus componentes como tampoco se alcanza mediante ideologías sesgadas que depositan toda su fe en los mecanismos de mercado o en la jerarquía del estado. Se plantea, entonces, la necesidad de debatir con mucha más amplitud sobre los costos, beneficios y resultados de nuestras nociones de propiedad.
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