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La nueva era del miedo (I)

Actualizado: 30 may 2022



La nueva era del miedo (I) por Áxel Capriles
La nueva era del miedo (I) por Áxel Capriles

En 1538, el pintor alemán Hans Holbein, el Joven, publicó un libro con 41 grabados sobre la Danza macabra o Danza de la muerte. Uno de los grabados muestra a un vendedor ambulante con sus mercancías caminando en una dirección, mientras que la muerte lo hala en la dirección contraria. En el trasfondo, otro esqueleto toca una rara mandolina de espaldas al vendedor. Holbein no fue un innovador, pues en el siglo XVI el género artístico de la danza macabra estaba ya consolidado, pero enfatizó el aspecto musical y casual, la manera en que la gente representaba la muerte, muchas veces en forma de danzas alegres que disminuían su componente trágico.



La Peste negra, la pandemia que estalló en 1346 y que devastó Eurasia durante buena parte del siglo XIV, había dejado su huella. Tras un evento inesperado y sobrecogedor que aniquiló entre el 30% y el 60% de la población de Europa, la preocupación por la muerte dominó la imaginación popular y tomó la forma de diálogos en verso, grabados, representaciones teatrales y danzas, en los que la muerte recordaba a los presentes que la vida tiene fin y que todos vamos a morir. Los Memento mori (recuerda que morirás) se convirtieron en piezas de arte cotidiano, utensilios como anillos, prendedores, broches, empuñaduras, todos con imágenes de la muerte para recordar que los goces de la vida son perecederos y que todos debemos estar preparados para abandonar este mundo sin notificación ni preaviso. Los Memento mori servían como recordatorios, signos que mantenían la muerte presente y la hacían conocida, habitual. En la Danza macabra, jóvenes y viejos, emperadores, obispos o papas, estaban igualmente convocados a bailar en torno de la muerte.

El memento mori desapareció de la vida contemporánea. Con los avances médicos y sanitarios, con la mejor alimentación, el ejercicio, la seguridad social, el culto a la juventud y la asombrosa extensión de la esperanza de vida en el siglo XXI, nos habíamos olvidado de que podíamos morir en cualquier momento y por cualquier causa. Nos habituamos a vivir mucho. De allí, el penetrante impacto de la pandemia de Covid-19, producida por el virus SARS-Cov-2, a pesar de su bajo índice de mortalidad (0,03% de la población mundial).

En marzo de 2020, ante el avance del coronavirus en España, convoqué a una reunión en la oficina para decidir si continuábamos con el trabajo presencial. Todavía no se había decretado el estado de alarma ni habían comenzado las medidas de confinamiento compulsivo. Ante mis alegatos para seguir trabajando, uno de los gerentes, agitado, con los músculos faciales tensos y la voz temblorosa, dijo: “pero es que yo sufro de los pulmones, A… es asmático, L… tiene una condición complicada…” y, luego de mencionar las debilidades de todos sus compañeros, se puso las manos de la cabeza en señal de desesperación. Su rostro era de terror. Poco después de la primera ola de Covid, apaciguado parcialmente el coronavirus durante el verano, nos reincorporamos de nuevo al trabajo y uno de los arquitectos de obra me describió con detalle el miedo que había sentido durante todo el período de confinamiento, un miedo frío, paralizante, un pensamiento obsesivo con la certeza de que iba a morir.


Vivimos de nuevo una era de miedo y de ansiedad. Como el Gran Miedo de 1789 o el terror del año Mil, el desasosiego se ha apoderado de la psicología colectiva. Y el miedo, como emoción particularmente inestable, como sentimiento de incertidumbre y duda, opuesto a la seguridad y la confianza, debilita al individuo. Esa debilidad tiene consecuencias políticas.

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